La casa amaneció triste, callada.
Un aire melancólico se advierte
en los rostros: la pena es resignada.
No se oye reír si se habla fuerte.
Los muchachos faltaron a la escuela,
y desde muy temprano, con incierto
y sombrío fulgor, arde la vela
en la que fuera habitación del muerto.
El recuerdo luctuoso les alcanza
a todos por igual.

Durante el día
unas cuantas visitas de confianza
estuvieron a hacerles compañía:
pero, entrada la noche, los amigos
al fin se despidieron, y la pena
contenida en presencia de testigos
extraños, fue a la hora de la cena
más intensa quizás. No había extraños
y el silencio tornóse doloroso:
sintiéronse molestos, casi huraños,
en ese comedor tan bullicioso
otras veces. Se levantó la mesa
sin las conversaciones de costumbre,
permanecieron largo rato presa
de una serena y vaga pesadumbre
que no turbó una sola frase.

Ahora
charlan de cosas familiares como
en los días tranquilos a la hora
del té. La hermana hojea el primer tomo
de la novela que empezara el jueves,
la abuela reta a alguno y en seguida
de dos o tres observaciones, breves
pero enérgicas, vuelve a su aburrida
soñolencia. La madre escucha y calla,
pensando en el ausente por quien vive
en continua aflicción desde que se halla
tan lejos, el ingrato que no escribe
hace mucho, ni aún de cuando en cuando
En un rincón la huerfanita cose
ajena a cuanto se habla, suspirando
cada vez que el hermano enfermo tose
con esa ronca tos que le sofoca
atrozmente.

Cansadas
de la tarea diaria, que no es poca,
comienzan a sentirse algo pesadas
las hacendosas manos
de la tía soltera que medita,
evocando memorias de lejanos
noviazgos de muchacha, mientras quita
las rojas iniciales de una toalla
recién planchada, al lado
de la lámpara fiel cuya pantalla
amortigua la luz.

Casi acostado
en el sillón el hijo mayor fuma
su tercer cigarrillo
y cerca uno de los chicos suma
de nuevo el resultado de un sencillo
problema de aritmética.

En la suave
paz que envuelve la pieza
viene, a intervalos, el recuerdo grave
a conturbarlos. Reina una tristeza
pensativa.

La charla continúa
como sin ganas, lenta, displicente,
sobre el mal tiempo. Afuera, la garúa
cae en el patio despaciosamente.

Evaristo Carriego

Un poco paliducha y adelgazada,
¡Estuvo tan enferma recientemente!
Caminando deprisa por la asoleada
vereda, va la rubia convaleciente

que, con rumbo a Palermo dobló hacia el Norte.
¡Salud, la linda rubia: cara traviesa,
gesto de ¡Viva Francia!, Y airoso el porte:
como que para eso nació francesa!

¿Será el desconocido que va delante
o es la gracia burlona con que camina
que ahuyentó aquel capricho sentimental?

¡Adiós los ojos tristes del estudiante
que vio junto a la cama de su vecina
en la tarde de un jueves del hospital!

Evaristo Carriego

Les tiene preocupados y triste la tardanza
de la hermana. Los niños no juegan con el gato,
ni recuerdan ahora lo de la adivinanza
que propusiera alguno, para pasar el rato.

De vez en cuando, el padre mira el reloj. Parecen
más largos los minutos. Una palabra dura
no acaba. Las muchachas, que cosen, permanecen
calladas, con los ojos fijos en la costura.

Las diez, y aún no vuelve. Ya ninguno desecha,
como al principio, aquella dolorosa sospecha
El padre, que ha olvidado la lectura empezada,

enciende otro cigarro. Cansados de esperar
los niños se levantan, y sin preguntar nada
dicen las buenas noches y se van a acostar.

Evaristo Carriego

Anoche, terminada ya la cena
y mientras saboreaba el café amargo,
me puse a meditar un largo rato:
el alma como nunca de serena.

Bien lo sé que la copa no está llena
de todo lo mejor, y, sin embargo,
por pereza, quizás, ni un solo cargo
le hago a la suerte, que no ha sido buena

Pero, como por una virtud rara
no le muestro a la vida mala cara
ni en las horas que son más fastidiosas,

nunca nadie podrá tener derecho
a exigirme una mueca ¡Tantas cosas
se pueden ocultar bien en el pecho!

Evaristo Carriego

El otoño, muchachos. Ha llegado
sin sentirlo siquiera,
lluvioso, melancólico, callado.
El familiar bullicio de la acera
tan alegre en las noches de verano
se va apagando a la oración. La gente
abandona las puertas más temprano.
Las abandona silenciosamente.
Tardecita de otoño, el ciego entona
menos frecuente el aire que en la esquina
gemía el organillo ¡Qué tristona
anda, desde hace días, la vecina!
¿La tendrá así algún nuevodesengaño?
Otoño melancólico y lluvioso,
¿Qué dejarás, otoño, en casa esteaño?
¿Qué hoja te llevarás? Tan silencioso
llegas que nos das miedo.

Sí, anochece
y te sentimos, en la paz casera,
entrar sin un rumor ¡Cómo envejece
nuestra tía soltera!

Evaristo Carriego

Sí, vecina: te puedes dar la mano,
esa mano que un día fuera hermosa,
con aquella otra eterna silenciosa
«que se cansara de aguardar en vano».

Tú también, como ella, acaso fuiste
la bondadosa amante, la primera,
de un estudiante pobre, aquel que era
un poco chacotón y un poco triste.

O no faltó el muchacho periodista
que allá en tus buenos tiempos de modista
en ocios melancólicos te amó

y que una fría noche ya lejana,
te dijo, como siempre: «Hasta mañana»
pero que no volvió.

Evaristo Carriego

La costurerita que dio aquel mal paso
y lo peor de todo, sin necesidad
con el sinvergüenza que no la hizo caso
después según dicen en la vecindad

se fue hace dos días. Ya no era posible
fingir por más tiempo. Daba compasión
verla aguantar esa maldad insufrible
de las compañeras, ¡Tan sin corazón!

Aunque a nada llevan las conversaciones,
en el barrio corren mil suposiciones
y hasta en algo grave se llega a creer.

¡Qué cara tenía la costurerita,
qué ojos más extraños, esa tardecita
que dejó la casa para no volver!

Evaristo Carriego

Una luz familiar, una sencilla
bondadosa verdad en el sendero,
un estoico fervor de misionero
que traía por Biblia una cartilla.

Cuando en la hora aciaga, en el oscuro
ámbito de la sangre, su mirada
de inefable visión fue deslumbrada
y levantó su voz, a su conjuro,

en medio de las trágicas derrotas
y entre un sordo rumor de lanzas rotas,
sobre las pampas, sobre el suelo herido,

se hizo cada vez menos profundo
el salvaje ulular, el alarido
de las épicas hordas de Facundo.

Evaristo Carriego

¿Tú, tampoco me has oído?
Bueno, que no se repita
otra vez ese silbido.
¡Eh, muchachos, no hagáis ruido:
se fue a dormir abuelita!

Recordando vuestros sustos
continuamente se queja.
Vamos, muchachos, sed justos
y no la deis más disgustos:
cada día está más vieja

Ahora se ha vuelto odiosa,
cuando se da a porfiar
¡Se pone de fastidiosa!
Ya lo veis: ¡Por cualquier cosa
no cesa de rezongar!

¿Tú, también? Va para rato
que olvidaste tu promesa:
¡Después de romper el plato
le pisas la cola al gato
por debajo de la mesa!

¿Conque te muestras violento
porque mi sermón te irrita?
Es inútil ese cuento
No te muevas de tu asiento:
¡Te conozco, mascarita!

Si tratas bien el asunto
de hoy ¿Oyes, cabeza hueca?
Y copias lo que te apunto
tendrás a las diez en punto
café con pan y manteca.

Y, a propósito, ya veo
que te volcaste la sopa
en la ropa, ¿No?, Yo creo
que comer así es muy feo:
¡Linda te has puesto la ropa!

Tú no inquietes a tu hermana
tirándola de la trenza.
¿Respondes de mala gana?
¡Todo por una manzana!
¡Pedazo de sinvergüenza!

¿Y tú? ¿Recién te has fijado
que no para de garuar?
¿Al patio así? Ten cuidado,
no salgas desabrigado
que te puedes resfriar.

Cae monótonamente
el agua ¡Qué silencioso
el barrio! El perro de enfrente
dejó de ladrar. ¿La gente
se habrá entregado al reposo?

Pienso en ellos. En su oscura
mala suerte, y pienso luego
con un poco de ternura:
¿En qué sueño de amargura
se hallará abstraído el ciego?

Allá, solo, en el altillo,
moliendo la misma pieza
quizás suena un organillo,
aunque el aire es tan sencillo
no cansa ¡Da una tristeza!

Llora el ritmo soñoliento
que tanto gusta a la loca
amiga nuestra. El son lento
¡Toca con un sentimiento!
¿Qué pensará cuando toca?

¡Cómo le hace comprender,
noche a noche, al lazarillo,
cuánto le apena el tener
que fumar sin poder ver
el humo del cigarrillo!

¿Y los otros? ¿Los huraños
vecinos? La costurera
ya un poquito entrada en años
¿Si serán los desengaños
que la dejaron soltera?

Si bien la historia no es clara,
dice la chismografía
que una prima le robara
el novio en su misma cara,
jugando a la lotería.

Al fin y al cabo valiera
más olvidar la traición:
pero por esa zoncera
de la pena que le diera
se enfermó del corazón.

Otro que lleva una vida
es el haragán de al lado:
¡Y encuentra quien lo convida
a embriagarse! ¡La bebida!
¿Por qué vendrá en ese estado?

¿Y ese hombre al que nadie ha oído
hablar en una semana
de vivir casi escondido,
que sale ya anochecido
y vuelve muy de mañana?

¿Y aquellos que nos dejaron?
¡Tan obsequiosos y fieles!
El día que se mudaron
recuerdo que nos mandaron
una fuente de pasteles.

¿Y la viuda de la esquina?
La viuda murió anteayer.
¡Bien decía la adivina,
que cuando Dios determina
ya no hay nada más que hacer!

De los cuatro huerfanitos
no se sabe qué será:
¿A dónde irán? ¡Pobrecitos,
hermanos, los muchachitos
que se quedan sin mamá!

Mira, muchacho, la vela
se va a terminar, repasa
tus lecciones de la escuela
Ya se ha dormido la abuela:
¡Qué silencio hay en la casa!

Evaristo Carriego

Desde hace una semana falta ese parroquiano
que tiene una mirada tan llena de tristeza
y, que todas las noches, sentado junto al piano
bebe, invariablemente, su vaso de cerveza

y fuma su cigarro. Que silenciosamente
contempla a la pianista que agota un repertorio
plebeyo, agradeciendo con aire indiferente
la admiración ruidosa del modesto auditorio.

Hace ya cinco noches que no ocupa su mesa,
y en el café su ausencia se nota con sorpresa.
¡Es raro, cinco noches y sin aparecer!

Entre los habituales hay algún indiscreto
que asegura a los otros, en tono de secreto,
que hoy está la pianista más pálida que ayer.

Evaristo Carriego