I
Una tarde de abril, en que la tenue
llovizna triste humedecía en silencio
de las desiertas calles las baldosas,
mientras en los espacios resonaban
las campanas con lentas vibraciones,
dime a marchar, huyendo de mi sombra.
Bochornoso calor que enerva y rinde,
si se cierne en la altura la tormenta,
tornara el aire irrespirable y denso.
Y el alma ansiosa y anhelante el pecho
a impulsos del instinto iban buscando
puro aliento en la tierra y en el cielo.
Soplo mortal creyérase que había
dejado el mundo sin piedad desierto,
convirtiendo en sepulcro a Compostela.
Que en la santa ciudad, grave y vetusta,
no hay rumores que turben importunos
la paz ansiada en la apacible siesta.
II
¡Cementerio de vivos! murmuraba
yo al cruzar por las plazas silenciosas
que otros días de glorias nos recuerdan.
¿Es verdad que hubo aquí nombres famosos,
guerreros indomables, grandes almas?
¿Dónde hoy su raza varonil alienta?
La airosa puerta de Fonseca, muda,
me mostró sus estatuas y relieves
primorosos, encanto del artista;
y del gran Hospital, la incomparable
obra del genio, ante mis tristes ojos
en el espacio dibujóse altiva.
Después la catedral, palacio místico
de atrevidas románicas arcadas,
y con su Gloria de bellezas llena,
me pareció al mirarla que quería
sobre mi frente desplomar, ya en ruinas,
de sus torres la mole gigantesca.
Volví entonces el rostro, estremecida,
hacia donde atrevida se destaca
del Cebedeo la celeste imagen,
como el alma del mártir, blanca y bella,
y vencedora en su caballo airoso,
que galopando en triunfo rasga el aire.
Y bajo el arco oscuro, en donde eterno
del oculto torrente el rumor suena,
me deslicé cual corza fugitiva,
siempre andando al azar, con aquel paso
errante del que busca en donde pueda
de sí arrojar el peso de la vida.
Atrás quedaba aquella calle adusta,
camino de los frailes y los muertos,
siempre vacía y misteriosa siempre,
con sus manchas de sombra gigantescas
y sus claros de luz, que hacen más triste
la soledad, y que los ojos hieren.
Y en tanto… la llovizna, como todo
lo manso, terca, sin cesar regaba
campos y plazas, calles y conventos
que iluminaba el sol con rayo oblicuo
a través de los húmedos vapores,
blanquecinos a veces, otras negros.
III
Ciudad extraña, hermosa y fea a un tiempo,
a un tiempo apetecida y detestada,
cual ser que nos atrae y nos desdeña:
algo hay en ti que apaga el entusiasmo,
y del mundo feliz de los ensueños
a la aridez de la verdad nos lleva.
¡De la verdad! ¡Del asesino honrado
que impasible nos mata y nos entierra!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
¡Y yo quería morir! La sin entrañas,
sin conmoverse, me mostrara el negro
y oculto abismo que a mis pies abrieran;
y helándome la sangre, fríamente,
de amor y de esperanza me dejara,
con sólo un golpe, para siempre huérfana.
«¡La gloria es humo! El cielo está tan alto
y tan bajos nosotros, que la tierra
que nos ha dado volverá a absorbernos.
¡Afanarse y luchar, cuando es el hombre
mortal ingrato y nula la victoria!
¿Por qué, aunque haya Dios, vence el infierno?»
Así del dolor víctima, el espíritu
se rebelaba contra cielo y tierra…
mientras mi pie inseguro caminaba;
cuando de par en par vi abierto el templo,
de fieles despoblado, y donde apenas
su resplandor las lámparas lanzaban.
IV
Majestad de los templos, mi alma femenina
te siente, como siente las maternas dulzuras,
las inquietudes vagas, las ternuras secretas
y el temor a lo oculto tras de la inmensa altura.
¡Oh, majestad sagrada! En nuestra húmeda tierra
más grande eres y augusta que en donde el sol ardiente
inquieta con sus rayos vivísimos las sombras
que al pie de los altares oran, velan o duermen.
Bajo las anchas bóvedas, mis pasos silenciosos
resonaron con eco armonioso y pausado,
cual resuena en la gruta la gota cristalina
que lenta se desprende sobre el verdoso charco.
Y aun más que los acentos del órgano y la música
sagrada, conmovióme aquel silencio místico
que llenaba el espacio de indefinidas notas,
tan sólo perceptibles al conturbado espíritu.
Del incienso y la cera el acusado aroma
que impregnaba la atmósfera que allí se respiraba,
no sé por qué, de pronto, despertó en mis sentidos
de tiempos más dichosos reminiscencias largas.
Y mi mirada inquieta, cual buscando refugio
para el alma, que sola luchaba entre tinieblas,
recorrió los altares, esperando que acaso
algún rayo celeste brillase al fin en ella.
Y… ¡no fue vano empeño ni ilusión engañosa!
Suave, tibia, pálida la luz rasgó la bruma
y penetró en el templo, cual entre la alegría
de súbito en el pecho que las penas anublan.
¡Ya yo no estaba sola! En armonioso grupo,
como visión soñada, se dibujó en el aire
de un ángel y una santa el contorno divino,
que en un nimbo envolvía vago el sol de la tarde.
Aquel candor, aquellos delicados perfiles
de celestial belleza, y la inmortal sonrisa
que hace entreabrir los labios del dulce mensajero
mientras contempla el rostro de la virgen dormida
en el sueño del éxtasis, y en cuya frente casta
se transparenta el fuego del amor puro y santo,
más ardiente y más hondo que todos los amores
que pudo abrigar nunca el corazón humano;
aquel grupo que deja absorto el pensamiento,
que impresiona el espíritu y asombra la mirada,
me hirió calladamente, como hiere los ojos
cegados por la noche la blanca luz del alba.
Todo cuanto en mí había de pasión y ternura,
de entusiasmo ferviente y gloriosos empeños,
ante el sueño admirable que realizó el artista,
volviendo a tomar vida, resucitó en mi pecho.
Sentí otra vez el fuego que ilumina y que crea
los secretos anhelos, los amores sin nombre,
que como al arpa eólica el viento, al alma arranca
sus notas más vibrantes, sus más dulces canciones.
Y orando y bendiciendo al que es todo hermosura,
se dobló mi rodilla, mi frente se inclinó
ante Él, y conturbada, exclamé de repente:
«¡Hay arte! ¡Hay poesía…! Debe haber cielo.¡Hay Dios!»