Y, entonces vuelves a casa
y cierras la puerta detrás de ti lentamente,
mordiéndote las ganas de dormir fuera
porque sabes desde el rellano que en eso momento,
el mundo va a decidir duplicar su peso,
el oxígeno hacerse denso
y las rosas perder su razón de ser,
otra vez.
Es como que la magia se apaga ahí,
en el alféizar de la calle veintitrés,
que las risas se quedan enlatadas,
en aquella botella rota en el suelo
y los buenos momentos
permanecen encerrados en fotografías.
Y ya no te sientes gigante,
sino la palabra incorrecta dicha
en el momento que podía haber sido adecuado,
pero que no lo fue.
Se humedecen tus ojos,
sientes frío,
estás en pleno junio
y hace medio segundo gritabas
como todo podía estar tan sincronizado
perdiéndote en alguna nueva mirada.
Pero te encuentras a ti mismo,
a las tres y media,
escribiendo una carta
que no mandarás
a una persona que te difuminó en febrero,
hablándote de versos a la mitad,
de pretextos y de amor,
ese último con el que jamás supiste que hacer.