En la fuga transparente de los días sin prisa,
en su legato que envuelve como sombra de tarde
el más claro silencio que precede
a otra melodía renovada,
a veces creo ver el terreno ganado al enemigo.
Y es quimera, un espejo roto, alas cortadas,
el despecho a los instintos, la rémora infecunda
que impide navegar con planes detallados
a ese fin que conocemos de memoria.
El tiempo nos ata al cuello un precipicio
nos llena los desvanes de incompletas partituras,
nos arroja a un charco que quiere ser espera
y desde una orilla contempla nuestro hermoso naufragio.
Pero la vida debe transcurrir por el bien de la armonía,
con la música de los pianos que anida el alma
y que saben ser terribles en las noches, o bellos
si una mano llega a tocarlos como tú, sin miedo.
Esto es todo lo que puedo decirte del tiempo
y de la música que compone silencios magistrales.
¿Ves? Yo puedo ser otro para describirte el mundo,
puedo invocar los elementos sin temor
como un salvaje danzante frente al fuego,
o recoger grano a grano una cosecha de arena
para nombrarte luz, piel, fruto o labios,
justo antes de que el tiempo
me aborde nuevamente en un finale
acelerado por cuerdas y nostalgias.
Mientras tanto, alteremos el ritmo de las horas
seamos dos minúsculos seres engañando a la muerte,
dos gotas detenidas casi en su rubato sublime;
forcemos al tiempo, amor, a concedernos tregua.
Si llegan mis besos indemnes a tus islas,
nos oreará la noche con adagios marinos
ajenos al tiempo, a su verbo y a sus ritos.
Y dejaré que goce, como yo, la visión de ti misma,
dormida para mi, vencida por mi amor únicamente,
junto al piano que extraña los dedos de tu infancia.
Mario Romera