Faltaban sólo quince minutos para que dieran las ocho de latarde. La tensión del momento se reflejaba fielmente en losrostros de los lugareños. Las mujeres andaban refugiadas en laiglesia con don Marcelino, el cura, quien entre rezo y rezo de susfeligresas aprovechaba para entrar en la sacristía y echarse alcoleto un par de vasos de vino, ya que la dramáticasituación requería una tranquilidad difícil deobtener por otros medios. La totalidad de la comunidad masculinahabía montado su cuartel general en el bar de Lucas —elúnico del pueblo—, y donde entre trago y trago de orujo,blasfemaban sin cuartel contra dioses y mortales de la multitudinariaraza amarilla. Leocadio, el alcalde, con los ojos vidriosos y la lenguade trapo, seguía atento las últimas noticias que letransmitía Lorenzo —su hijo y único joven del pueblojunto con Venancio, el hijo de Lucas— por el arcaico teléfonodel bar, que solo servía para conectarse directamente con eldespacho del alcalde. La pequeña emisora instalada en el segundopiso del ayuntamiento era la única conexión del pueblocon el mundo exterior. Y todo porque Rogelio, el pastor, enfadado porla inverosímil noticia, se lió a pedradas con los tresaparatos de televisión del pueblo; el del bar de Lucas, el delteleclub, y el del alcalde, apareciendo de improviso en casa de esteúltimo y rompiéndole la tele justo en el momento en queJohn Wayne ponía tibios a cuatro matones de Douhtge City. Y todoporque eran de marcas orientales. Si no ocurrió una tragedia fuegracias a dos factores fundamentales: Al buen juicio de laseñora del alcalde al ocultar rápidamente la escopeta decartuchos de su esposo; y a la ligereza de piernas de Rogelio alcontemplar la cara del primer edil tras atentar, más que contrasus bienes personales, contra la mítica figura del Duque. Desdeentonces —iba ya para una semana—, el impulsivo pastor no habíavuelto a bajar al pueblo, supliendo sus naturales apetitos sexuales conlos mimos que le propiciaba Chivi, una simpática ovejita luceraque como su dueño solía comentar, era de las pocashembras que nunca le decían que no.

Los minutos avanzaban imparables, arrolladores, convirtiéndoseen silenciosas detonaciones en los corazones de los lugareñoscada vez que la aguja del minutero terminaba su periódicorecorrido y comenzaba de nuevo el siguiente. Demasiada tensiónpara los escasos habitantes de Villanueva del Gapo. Sí, curiosonombre el de este pueblo situado en noroeste de la provincia de Zamora.Rodeado de montañas por el norte, lindando con un grancañón por el sur, y tanto el este como el oesteofreciendo bosques de frondosa vegetación. Tal situaciónhace que el pueblo se encuentre prácticamente alejado de todacomunicación con el resto de la provincia, así como delpaís. Tan sólo recibe las visitas —una vez cada quincedías— del cartero y de los aprovisionadores de la zona deSanabria, que es la que más cerca se encuentra del mismo.

La formación del pueblo no cuenta con muchos años dehistoria. Tan sólo ciento cincuenta, cuando AgapitoRodríguez se estableció con varias familias en unapequeña zona privilegiada dentro de un marco hostil —entonceshabía lobos, osos..— e inaccesible. Practicando unaeconomía de subsistencia, consiguieron salir adelante sin lujospero sin carencias, llegando el pueblo a tener en los añosveinte hasta seiscientos habitantes. El nombre de Villanueva del Gapoha surgido de una forma curiosa. Evidentemente se dedicó a sulíder y fundador Agapito Rodríguez. Las crónicasdel lugar tratan al tal Agapito como una especie de héroelegendario, sin nada que envidiar a Bernardo del Carpio o a Don Pelayo.De hercúlea musculatura, belleza rústica y singularvalentía. Cuenta una de sus más famosas gestas queacabó con un gigantesco jabalí de un certero golpe depiedra lanzado con su honda. Esto es lo que todo el pueblo cree a piesjuntillas del fundador de la villa, y luego ha sido el tiempo el que haconseguido que de Agapito —un nombre poco viril— pasase a Agapo ymás tarde Gapo, como se la conoce actualmente. Lo que poca gentesabe, tan sólo Leocadio, el alcalde, quien por ciertoconsiguió ese puesto por ser descendiente directo de Agapito, esque lo del jabalí no fue exactamente así. Resultóen realidad que nuestro simpático padre fundador se encontrabaen el bosque realizando una inesperada deposición provocada poruna ingestión excesiva de moras silvestres, mientras unjabalí de unas treinta arrobas daba buena cuenta de unos frutosesparcidos por el suelo unos cuantos metros más abajo. Cuandonuestro héroe local intentó adecentarse un poco loscuartos traseros, parece ser que no encontró ninguna planta quese adecuase al fin buscado, aunque sin embargo halló una piedrade formas redondeadas y seguramente de la textura adecuada con la quepoder limpiarse a gusto y sin dañar en ningún momento supeludo final de la espalda. Una vez terminada la operación,gritó un enigmático ¡Yapayááá!y acto seguido lanzó la piedra tan lejos como pudo en la mismadirección en la que se encontraba el pacíficojabalí. Por desgracia para éste, la piedra lanzada porAgapito chocó contra otro montón de piedras situadas enuna pequeña colina formada por grandes rocas, y la fatalidadquiso que se formase un considerable alud a partir del insignificantegolpe. Al pobre animal no le dio tiempo ni de santiguarse, terminandosus días ensartado en el espetón con el que Agapitoobsequió a sus paisanos para celebrar su heroica captura. Enfin, es lo bonito que tienen las leyendas, que de un origen absurdo yfortuito, con el transcurso del tiempo algunas tornan en épicashazañas. Por último, tan bien podríamosañadir que lo de musculatura hercúlea y bellezarústica habría que discutirlo. Más que nada porqueLeocadio poseía una foto de su ascendiente —jamásenseñada a nadie del pueblo—, donde aparecía un enjutoaldeano unicejo, bidental y trípode —que todo hay que decirlo—,pues el amigo marcaba paquete de una forma exagerada en sus prietospantalones de pana. Pero bueno, la foto era de mil ochocientos noventay dos, y quizá el canon de belleza de la época eradistinto al de ahora.

Las nuevas noticias no eran muy alentadoras. Por lo visto ya estabantodos preparados para el simultáneo salto. Una gota de sudorfrío corrió entonces por la frente de Don Francisco, elmatasanos del pueblo. Era el único vecino de la villa quesiempre había defendido la teoría de que aquello era unabroma, una inocentada de los periodistas. Sin embargo, conforme pasabanlos minutos, su teoría iba perdiendo peso en favor de larealidad inevitable, por lo que sólo le quedaba rezar yacordarse de los muertos de Hiro Hito, Chu Lí, Koyi Kabuto o deltierno karateca enano, Sr. Miyaggi. Y es que para el caso, daba igualque los ascendientes mentados fueran una mezcla de japoneses y dechinos, pues para los del pueblo, todas las personas de ojos rasgadoseran chinos.

Quien iba a decirles una semana antes que llegarían a tomarsetan en serio la noticia. Cuando Lorenzo apareció el domingo enel bar dando la buena nueva de que todos los chinos saltarían alunísono varias veces consecutivas el día quince deoctubre, los habitantes del pueblo se lo tomaron a guasa. Todos menosRogelio, que fue el único que vio el peligro del acto y,haciendo gala de su temperamental pronto, destruyó los tresaparatos de televisión del pueblo por ser de fabricaciónoriental. El gesto no cayó muy bien entre sus vecinos, pues dela noche a la mañana se quedaron sin medios de contacto con elresto del mundo, ya que nadie poseía radio —tan sóloexistía la emisora del ayuntamiento que únicamentesabían manejar Lorenzo y Venancio—, perdiéndose el puebloentero la reposición prevista para ese domingo del últimoepisodio de Starsky y Huch, serie de culto por cierto para todos losgapenses.

Y es que, aunque al principio la noticia fue tomada a broma, a medidaque pasaban los días, sin más información que ladada por Lorenzo y Venancio, el anecdótico salto pasó aconvertirse en honda preocupación de los vecinos de Villanuevadel Gapo, incrementándose ésta cada vez más porlos apocalípticos comentarios de los agoreros de siempre. Y todoporque los habitantes del país de la Gran Muralla, los rollitosde primavera y de las pelis de Bruce Lee, estaban hasta las bolas deque las grandes decisiones mundiales sobre cuestiones políticas,humanitarias o de cualquier otro tipo, fueran siempre tomadasatendiendo los dictámenes de los países occidentales.Querían dar una advertencia mundial. Querían dar aentender que China era una gran potencia, y que un acto aparentementeabsurdo como éste podía conseguir que todo el planetacomprobase la tremenda unión del pueblo chino cuando seproponía realizar algo en común. Mil trescientos millonesde chinos pegando saltos a la vez. Desde luego era una original formade echar el domingo, y sin gastarse un duro. Perdón, un yuan, ynada de yen quisquilloso lector, que eso es en Japón.

Según contaba Venancio, en Nueva York se había reunidouna pequeña comisión de sabios de distintos paísespara analizar los posibles efectos del multitudinario salto.Había un americano —of course—, un alemán, uninglés, un francés y un español. Vamos, como en elchiste. Para el americano, natural de Tucson (Arizona), la cosa estabaclara. Se lanzaban diez millones de misiles Tomahawk directos a China yasí se evitaba el peligrosísimo salto que podríadar lugar a una variación del eje de la Tierra de consecuenciasdesastrosas. Además, como el país era comunista… Parael alemán, un berlinés alto y serio, de esos quepronuncian las erres con tanta fuerza que acojonan al máspintado, opinaba lo que había que hacer era ignorar el farollanzado por los amarillos, pues si ya era imposible poner de acuerdo amil personas para hacer algo a la vez, a mil trescientos millones… Elinglés, oriundo de Manchester, haciendo gala de la afamada flemabritánica, opinaba como el alemán; esperar a la horaseñalada tomándose el té —a pesar de no ser lascinco de la tarde—, y deleitándose a su vez con lavisualización de algún episodio de Benny Hill. La coloniaasiática en Inglaterra era muy numerosa y estaba seguro de que asus paisanos nunca se les ocurriría ponerlos en peligro. Elfrancés, vecino de París, estaba mucho máspreocupado que ninguno. Su obsesión era la torre Eiffel. Estabaconvencido de que si se producía un terremoto, el símbolode su ciudad natal se desplomaría sin remedio. Y lo que letenía sin pegar ojo no era el destino de la metálicaconstrucción, sino el de su casa, que se encontraba casi allado. Por culpa de unos cuantos chinos porculeros —quizámás de unos cuantos— podría darse el caso de llegar a loque un día fue su casa y encontrar tan sólo el picaporte.Por eso él era partidario de negociar. Dar el dinero que fueranecesario para quitarles la idea de la cabeza, organizar el tour delpróximo año en China —aunque no se lo terminara ni unciclista alpistado de EPO hasta las orejas—, nacionalizar chino aPlatini… porque a Zidane sería ya pasarse. Y en cuanto alespañol, su propuesta era también agresiva, como la delos americanos, solo que con un singular toque de originalidad. Nuestrorepresentante, un segoviano simpático y borrachín,improvisaba constantemente kafkianas soluciones entre chupito y chupitoque le largaba a la petaca de DYC que llevaba en el bolsillo de suchaqueta. La idea que más gustó —y sorprendió— fuela poner de acuerdo a todos los demás países del mundo ysaltar simultáneamente una hora antes que la prevista por loschinos. Que no pasaba nada, pues vale, por lo menos le habríamospisado la idea a sus inventores. Que se hundía el chiringuito,pues también valía, porque para que lo hicieran loschinos mejor lo hacíamos nosotros y nos llevábamos lagloria.

De las bocas de los vecinos de Villanueva del Gapo surgierontambién hipótesis de lo más variopintas sobre larelación causa—efecto relativas al salto del imperio chino. Yaunque ustedes no se lo crean, de personas con una culturaprácticamente elemental nacieron impresionantes teoríasque hablaban del fin del universo, de su curvatura, de la lluviaácida o el efecto invernadero, que ni un Stephen Hawking biencargadete de farlopa jamás hubiera llegado siquiera a intuir.Las había de todo tipo. Agoreras como la de Facundino, quepensaba que el salto tendría tal potencia que la Tierradaría una vuelta sobre sí misma y se caerían paraabajo, al espacio, todos los que ahora estaban arriba. Lo que fallabade su teoría, comentaba su mujer, era que por qué no sehabían caído nunca hasta la fecha los que habitaban en elotro lado del mundo. Había también teoríasoptimistas como la de Marga, la putilla del pueblo, que decíaque tras el salto China se hundiría y con el oleaje formado seregarían las zonas desérticas de la tierra y seacabaría la sequía de una vez por todas. Además,sin explicar a nadie el cómo ni el por qué, el aguasalada tornaría en dulce en tres días y ya novolverían a darse los tornados ni los ciclones.¡Chúpate esa Mario Picazo! Pero desde luego, las dosteorías más curradas eran las defendidas por donMarcelino, el cura, y por Jacinto, el tonto del pueblo.

Don Marcelino, haciendo gala de su nada despreciable conocimiento delas Sagradas Escrituras, sentenciaba que el fin del mundo seríaconsecuencia del absurdo salto. Todo estaba escrito. A talconclusión había llegado tras realizar unas inexplicablesoperaciones cabalísticas que iban desde leer la Bibliasaltándose de dos en dos los versículos del Apocalipsis,hasta escuchar al revés las cintas de chistes de Arévalo,pues don Marcelino siempre pensó que el humorista habíavendido su alma al diablo ya que era imposible que semejante tiposiguiera aún dando guerra después de tantos años,contratándolo todavía para las fiestas de los pueblos oen programas como el de Jose Luis Moreno, otro que…

En cuanto a Jacinto, su teoría tampoco era nada despreciable.Opinaba el simpático aldeano honrado con tan honoríficotítulo, que el salto haría que la Tierra cayese en picadohacia los abismos siderales. Pasaría a través de galaxiasy galaxias a una velocidad vertiginosa, pero como el universo eracóncavo y estaba en continua expansión, seríaatraída enseguida por un agujero negro que nostrasladaría a otra dimensión temporal dondereapareceríamos en un mundo al revés, en el que entreotras cosas Juanito Navarro sería un elegante presidente delSenado y Manolo Chaves el incombustible batería del veteranogrupo de heavy metal Arikitown. Cuando Jacinto expuso tan singularteoría, la gente se quedó callada. Más que nadaporque para ser una de sus tonterías de siempre estaba bastantedocumentada, con palabras muy técnicas, por lo que sólopodían pasar dos cosas: o bien Jacinto se había fumadolos últimos veinticinco números del Muy Interesante —cosabastante posible—, o bien resultaba que, después de tantosaños, los verdaderos gilipollas eran ellos —cosa tambiénposible por cierto—.

Así estaban las cosas cuando tan sólo quedaban ya ochominutos para la hora establecida. Otros ocho minutos de aterradoratensión que daban la impresión que acabarían deuna vez por todas con los afamados nervios de acero de los gapenses.Pero estaba de los dioses que no serían unos minutosúnicamente ocupados por oraciones y crueles insultos hacia losorientales.

De repente, todo el pueblo escuchó asombrado el sonido de unpotente motor. Al principio pensaron que eran los aprovisionadores dela zona de Sanabria, pero enseguida descartaron tal posibilidad puesnunca en treinta años habían llegado antes de las nueve.Bastante escamados, salieron en tropel tanto del bar de Lucas como dela iglesia los ciento tres habitantes de Villanueva del Gapo. Y anteellos, como si de una aparición demoníaca se tratase,surgió de entre el polvo levantado en la plaza del pueblo sinasfaltar la gigantesca figura de un autobús atestado de turistasjaponeses.

En los rostros de los gapenses se dibujaron imposibles muecas deasombro, dignas de los mejores dibujantes de cómics. Aquello erademasiado. Además de poner en peligro las vidas de todos loshabitantes de la Tierra, tenían la tremenda desfachatez dellegar a un pueblo perdido de España y hacerles fotosseguramente para dejar constancia de cómo estaban de acojonadoslos distintos habitantes de cada país. En ese momento, elminutero del reloj que había en la fachada del ayuntamientoindicó que sólo faltaban cinco minutos.

Cuando los japoneses bajaron del autobús —ochenta y cinco entotal—, quedaron sorprendidos ante el pequeño ejército dehombres y mujeres de rostros curtidos por el sol y manos encallecidasque les miraba con cara de pocos amigos. La idea había sido delguía, que quería enseñarles una aldea que noaparecía casi nunca en los mapas, llena de gente sencilla yhospitalaria. Aunque ni él mismo entendía aquelextraño recibimiento de tácita hostilidad. Quizá,pensaron los japoneses, que lo que les sorprendía era su aspectoexótico. Así que, para hacerse los simpáticos yromper el hielo, dos jóvenes —un chico y una chica de unosdieciocho años— se pusieron a dar saltos y decir a gritos¡Hola!, ¡Hola! ¡Nos gusta Zamora!

Aquello fue el acabose. La gente del pueblo, poco ducha en idiomas yhaciendo una interpretación libre sobre lo chapurreado enpésimo español por los jóvenes nipones —para elloschinos de toda la vida—, llegó a la conclusión de quehabían dicho algo así como que ya era la hora. Se miraronunos a otros como preguntándose qué debían hacer.Y fue Leocadio, haciendo gala de una envidiable sangre fría—conseguida eso si después de dieciséis chupitos deorujo—, el que marcó la pauta a seguir.

—Vecinos, como máxima representación de la autoridad eneste hermoso pueblo os ordeno que ataquéis al enemigo y evitemosentre todos que se pongan a saltar. Quizá no consigamos mucho,pero ochenta chinos que no salten son ochenta chinos.

La orden llegó a los corazones de todos los habitantes y alinstante se armaron de cayados, martillos, rodillos de cocina… Elgrito de guerra que esperaban para entrar en combate no tardó enllegar. Y salió de quien menos hubieran sospechado. Nimás ni menos que de Gumersindo —alias La Sindi—, evidentementela loca del pueblo.

—¡Seguidme, que yo estuve en Sidi Ifni!

La verdad es que el grito dejó descolocado durante unos segundosa todo el mundo, porque eso de Sidi Ifni nadie tenía ni zorraidea de dónde había sido. Pero enseguida reaccionaron,diciéndose para sus adentros que si la Sindi habíaluchado en un sitio tan raro como ese ellos no iban a ser menos.Así que, sin pensárselo más veces, levantaron susarmas y dando todo tipo de gritos se dirigieron hacia donde estaban losasustados orientales.

La improvisada carga fue tremenda. Algo así como LaÚltima carga de la Brigada Ligera. Los pobres japonesesobservaron acojonados como un centenar de rusticmen caían sobreellos, gritando como posesos, con la boina calada hasta las cejasellos, y ellas con pañuelo negro —tipo doña Rogelia—,aunque algunos tan apretados que les cortaban la respiración ylos gritos que soltaban eran más por asfixia que por atemorizaral enemigo.

Los nipones, herederos de la antigua tradición guerrera de lossamuráis, hicieron de tripas corazón y no tuvieronmás huevos que ponerse a repartir galletas a diestro y siniestrosin pararse mucho a pensar en el por qué del ataque.También es verdad que de aquellos sorprendidos japoneses, karatesólo sabían cinco o seis. Los demás hacíanlo que podían, improvisando grititos de esos de laspelículas de chinos, dando patadas o pegando saltos parecidos alos que daban los tíos de Fama.

Los nuestros, más clásicos, se decantaron por las hostiasdadas con la mano abierta. Las de toda la vida, vamos. Tambiénsurgió una variante gracias a Toño, el cabrero, elegidodurante seis años seguidos como el tío más bestiadel pueblo. Le dio por cerrar el puño y estrellarlo como unaapisonadora contra los cráneos de los infelices turistasjaponeses. Tipo Bud Spencer. La cosa hizo gracia, por lo que segundosmás tarde todo el pueblo plagiaba con descaro el innovadorestilo del musculoso cuidador de cabras. Hasta Luisa, la primera damadel pueblo —osea, la esposa del alcalde—, repescó del ostracismola tradicional estampa de la mujer que rodillo en mano persigue a suhombre ya sea por estar medio mamado, ser adúltero e incluso serimpotente. Salvo que en este caso concreto el hombre resultaba ser unpobre japonés que no se había metido con nadie y quecorría que se las pelaba.

El apogeo de la batalla llegó cuando tan sólo quedaba unminuto para que dieran las ocho de la tarde. Los estridentes banzaisescupidos por los pequeños visitantes rápidamente erancontestados con sonoros ¡Agapo, y cierra España!,¡Mierda al flan chino! o ¡Garrote, garrote al hijoputa quebote! Incluso don Marcelino se internó varias veces hasta elcentro del feroz combate, quedando una de las veces rodeado de enemigosque huyeron como alma que lleva el diablo cuando cual veterano delTercio gritó ¡A mí, gapenses!, llegando al instantecuarenta aguerridos paisanos dispuestos a defender a su sacerdote conuñas y dientes.

De entre toda aquella violencia desatada quizá lo másdestacado fueron dos hechos curiosos. Uno de ellos sería labizarra manera de combatir de un japonés que resultó serel más peligroso de la panda. El mozuelo —uno de los chicos quese puso a dar vivas a Zamora—, se vino arriba cuando empezaron a caergapenses tras recibir el impacto en sus cabezas de hermosas peladillas—compradas seis días antes— lanzadas a modo de surikenes. Comohombre de recursos que era, hacía girar la cámara defotos y su funda correspondiente a una velocidad vertiginosa,lanzándola segundos más tarde contra sus enemigos consingular puntería. Donde ponía el ojo ponía lacámara. Cierto es también que tras el segundo lanzamientola pobre máquina estaba ya más abollada que la vespa deSteve Wonder, pero bueno, la situación requería elsacrificio. La lástima fue que al pobre rapaz se le fue la ollay cargó contra la barriga de Toño en un ataque suicidamientras gritaba a su vez ¡kamikazeeeeee! Toño ni seenteró del impacto, mientras que el alocado muchacho cayópeloto sin decir ni pío. El otro hecho curioso fue el indultocon el que Cefe obsequió a una pobre japonesa que creyótener los días contados. Resultó que el bueno de Cefeagarró por el pescuezo a la inocente fémina, aprentandosin cuartel hasta que su cara pasó del amarillo al rojo enapenas cinco segundos. La pobre chica buscó en los ojos deaquél ser que la estaba estrangulando, enfundado en unaextraña camiseta con el dibujo de una boina superpuesta sobredos garrotes cruzados y en la que aparecía escrita enmayúsculas la leyenda RUSTIC POWER, algún destello dehumanidad. Y parece ser que lo encontró, pues Cefe lasoltó, emocionado seguramente ante la especie de saetasemanasantera que se marcó la japonesa con el poco aire que ledejaba el hijoputa.

En el reloj del ayuntamiento dieron las ocho de la tarde. Justo en esemomento aparecieron Lorenzo y Venancio sorprendidos ante semejanteespectáculo.

­¡Pero qué hacéis animales! ¡Quéos han hecho estos pobres chinos!

—¿Qué nos han hecho?—respondió sorprendido supadre. ¿Y tú lo preguntas? ¿No ves que estabanpreparados para saltar y mandarnos a todos a tomar por culo?

—¿Pero cómo podéis ser tangañanes?—gritó Venancio fuera de sus casillas. ¡Noos dais cuenta que todo ha sido una broma!

—¿Una broma?—bramó casi al unísono todo el pueblo.

La gente comenzó a dejar a los japoneses tranquilos,acercándose los lugareños a Lorenzo y Venancio yfriéndolos a preguntas. Los magullados nipones se miraban entreellos como preguntándose si lo que debían hacer era salirpor patas o quedarse a ver qué es lo que pasaba. Al finaltriunfó la opción de ver que pasaba.

—¿Cómo que una broma? ¡Si os lo han dicho en laradio del ayuntamiento! ¡Si incluso han mandado una avanzadillade los suyos para atacarnos!

—Veréis, es que Venancio y yo estábamos aburridos unatarde y se nos ocurrió…

—Gastar una broma a la gente y echarnos unas risas durante unashoras—continuó Venancio. Nunca imaginamos que la gentesería tan bestia de creérselo de verdad, y cuando vimosque pasaban los días y la bola aumentaba pues nos liamos ainventarnos noticias para reírnos un poco más de los delpueblo. Nunca pensamos que esto acabaría así.

—¡Esto no puede ser verdad! De mi hijo no puede salir una bromade tan mal gusto. ¡Dime que no, Lorenzo! ¡Dime que no!

—Lo siento papá, no esperábamos que la cosa se nos fuera