Querido Héctor:

Cuando esto te escribo, amor, qué palabras cubrirán laúltima noche del siglo, el invierno que nunca acaba, laprimavera rota por la ausencia. El mundo se va a ahogar, lospájaros ya no vuelan en los espejos y el mar no ofreceningún consuelo. Esta ha sido una historia envuelta enmúsica y en silencios, antigua y terrible como el mundo, hemostenido que inventar todos los caminos, hemos discurrido por dolorosasgeografías, lugares queridos que corresponden a lacartografía del desconsuelo.

Te escribo esta carta en una pequeña hendidura de agua, porqueel agua irradia atardeceres de otras épocas. Cuando nosencontramos por vez primera, yo era una muchacha joven que se miraba enel fondo de tus ojos, que vivía pendiente de tu arrogancia deisla. Pero tu nombre se ha quedado para siempre dentro, pero tu rostroaún vive en mis palabras, pero tus manos de árbol crecen,vigorosas, todas las primaveras de relámpagos.Enséñame el lugar del aire, hacia dónde dirigir mihuida por todas las estaciones que regresan sin ti, porque hay velostristes que me han hecho morir de cordura, cuchillos lentos que haninundado de mar todas las derrotas.

El recuerdo es el camino breve y puro que conduce hacia el delirio, quetranscurre como una melodía en el viento de la historia. Adagiode las promesas que no pudieron realizarse, andante nocturno quedevuelve las traiciones a un mar dormido en mi vientre, vivocírculo de los ahogados por las sombras del desafecto, puesserá el trayecto que nos ha de reunir lento como el tejido fatalde una espera sin personajes.

Somos esos seres a los que el tiempo nunca arrebata sus heridas. Meacorazo con la armadura de la voluntad, amor mío, zurzo losharapos del destino, invoco un tiempo en el que pudieron ser verdadtodos los silencios del mundo. Pero caminamos por estaciones paralelas,en un tiempo que nunca asumió la luz y el abismo, infinito yazulado, habitado de palabras y de ausencia.

En qué mar encontrarán reposo mis ojos en la ciega huidapor el brocal del otoño…

Beatriz Hernanz Angulo

Un bosque de cuchillos ciñe un traje de novia.
Es la patria del fuego y la ignominia
que habita en los suburbios calcáreos de la memoria.
Los pájaros siempre son una despedida,
silente y pálida,
como ciertos atardeceres en el mar.
Crece un muro con la lumbre del abandono,
con las palabras del fango,
—tinta de la sangre o de la piedra—.
Las manos viven dentro del espejo,
desatan sin asombros la crueldad del estigma
negro, de mares de furia estéril.
El velo está roto y en silencio.
Los puentes se extienden como tigres
en el ocaso.
Pálidos musgos y pianos enredan un aire antiguo.
En la selva cantan los muslos tristes de una muchacha.

Beatriz Hernanz Angulo

No me acuerdo de las calles, de los primeros fuegos.
Tú me esperabas silencioso y azul como una ofrenda.
Tu mano me retenía tardes enteras,
con la claridad de los pájaros,
recorrías la monotonía de tejados y alamedas.
He reconocido con sorpresa y piedad
el frío sonámbulo de una tregua.
Reconstruyo con extrañeza
tu delgadez de pequeño elfo.
Tengo tierra y sangre hasta mi tranquilidad más recóndita.
Hace tiempo que he renunciado a vaciar mi buzón,
a recorrer los jardines invisibles de tu sexo,
y me cubro de escalofríos desde el principio de los tiempos.

Beatriz Hernanz Angulo

La noche del eclipse de luna
bebías el cobrizo reflejo de la bruma en la marisma.
Mil incendios palpitan en la penumbra.
Penitencia oculta en una piel de lirio,
albero y negro de silencio.
Cabalgo al ritmo de mi temor,
ruido seco de tambores,
—el tiempo humilla con laureles—.
En los pantanos suaves el barro
cruje como las sienes sin luz de una muchacha.

Beatriz Hernanz Angulo

Una luna de alfanje corta el valle de Morna.
La húmeda niebla envuelve
el asiento trasero del destino.
Una hoguera de almendros
esclarecía el desamor.
El viento se acerca,
como una presencia
infinita.
La carretera serpea en la distancia,
como los cuerpos olvidados que van a dar al mar.
El fósforo de la tarde se dilata en los campos,
y el mar hace creer en otra vida.
Suenan, a lo lejos,
los tambores de la playa,
una pavana ausente,
el agua desamparada.
Las palabras comen de tu mano,
como gaviotas de fuego,
como úlceras de la madera.
Tañedor de cuerpos,
tu tez se ilumina en la brisa y en la pena,
aldaba de la lluvia.
Pero la isla se cierra, como un amante,
sobre sí misma.
Recordó la noche en que casi perdió la razón.

Beatriz Hernanz Angulo