Encendió un cigarrillo. Miró el reloj que colgaba de lapared. Respiró hondo y salió a la calle. Afuera la nochese fundía con el apagón y la lluvia. Dio una larga pitadaal cigarrillo, se acomodó las solapas del sobre0todo, comodesafiando el frío. Es una ciudad de mierda, se dijo mientrascaminaba por la oscura calle que iba a desembocar, inevitablemente, alportón del cementerio. Es una ciudad de mierda, volvió arepetirse mentalmente. Desde hacía unas horas la soledad lepesaba más que de costumbre. Tal vez fuera el apagón, lanoche o la ciudad que de una forma u otra se las ingeniaba pararetenerlo siempre en sus calles. Sin darse cuenta la calle lohabía llevado al final, al portón del cementerio. Sedetuvo, encendió otro cigarrillo. El último. Hizo unapequeña bola con la caja y la arrojó al suelo. Otra vezel solitario rito de llevarse el cigarrillo a la boca. Entonces supoque los recuerdos podían ser tan fríos como unalápida de mármol en desuso bajo una llovizna tenaz ypersistente.
Observé a la muchacha con mi nuevo rostro y los mismos viejosojos asistiendo con un leve, casi imperceptible, movimiento de labiosal encuentro cultural entre la capa y el sombrero al estilofrancés de la muchacha rubia y el frío, seco ymontevideano que se ensañaba con la noche. Desde la garitatraté de incorporarme a sus pensamientos y preguntas:¿Cómo sería el frío en París?¿Un frío adolescente con aroma a Rimbaud? ¿O conun insoportable olor a Sena y a los limbos de Baudelaire? ¿Elfrío sería siempre el mismo en todas partes? Comoúnica respuesta la muchacha rubia se acarició la nariz.
Subimos al ómnibus. Ella con destino imaginario a la ciudad delas luces. Yo aferraba en mi bolsillo izquierdo mi silenciosacompañera. El sobretodo me protegía de la realidad. Unsanto sudario. Un oscuro cuarto de pensión de la Ciudad Vieja meaguardaba. Sentí el peso de no haber leído elúltimo número de la revista «Galería». ¿Porqué no podía ir yo también a París en un142?
Sacó boleto y se sentó al lado del guarda, en el asientomaternal. ¿Una manifestación del inconsciente, tal vez?La francesa y digo la francesa porque a fuerza de ignorar su nombreasí la había bautizado tenía la dualidad, eldesdoblamiento propio de la vida. Un aspecto me producía unrechazo visceral, irracional e innecesario. El otro, el quepredominaba, me obligaba a observarla, alternando el indiferente ytieso paisaje que emitía la ventana, con sus ojos tanimperturbables como su capa y su sombrero.
Tal vez París, el asiento maternal y la capa hizo que la imagende una cigüeña tomara formas en mis pensamientos. Nuevasdudas. ¿Y si la muchacha rubia fuera la cigüeña?Entonces nadie podría sentarse en el asiento maternal, siemprevacío, esperándola, destinado sólo a ella. Tal vezhubiera realizado miles de viajes idénticos a este, en unarutina que repetía minuto a minuto, hora tras hora, día adía, año tras año y, hastiada ya, no miraba losrostros de los circunstanciales pasajeros.
Cuando estaba a punto de confesarle mis dudas, la cigüeñarubia descendió, dejando como única respuesta elsilencio. Jamás pensé que la Torre Eiffel estuviera aveinte minutos del centro. Además me hubiera gustado confesarleque nunca estuve en París, pero que me gustaría volver.
Nelson Díaz