Anoche, mientras fijos tus ojos me miraban
y tus convulsas manos mis manos estrechaban,
              tu tez palideció.
¿Qué hicieras —me dijiste— si en esta noche misma
tu luz se disipara, si se rompiera el prisma,
              si me muriera yo?

¡Ah! deja las tristezas al nido abandonado,
las sombras a la noche, los dardos al soldado,
              los cuervos al ciprés.
No pienses en lo triste que sigiloso llega;
los mirtos te coronan, y el arroyuelo juega
              con tus desnudos pies.

La juventud nos canta, nos ciñe, nos rodea;
es grana en tus mejillas; en tu cerebro, idea,
              y entre tus rizos, flor;
tenemos en nosotros dos fuerzas poderosas,
que triunfan de los hombres y triunfan de las cosas:
              ¡La vida y el amor!

Comparte con mi alma tus penas y dolores,
te doy mis sueños de oro, mis versos y mis flores
              a cambio de tu cruz.
¿Por qué temer los años si tienes la hermosura;
la noche, si eres blanca; la muerte, si eres pura;
              la sombra, si eres luz?

Seré, si tú lo quieres, el resistente escudo
que del dolor defienda tu corazón desnudo;
              y si eres girasol,
seré la pare oscura que en hondo desconsuelo
sin ver jamás los astros se inclina siempre al suelo;
              tú, la que mira al sol.

La muerte está muy lejos; anciana y errabunda,
evita los senderos que el rubio sol fecunda,
              y por la sombra va;
camina sobre nieve, por rutas silenciosas,
huyendo de los astros y huyendo de las rosas;
              ¡la muerte no vendrá!

La vida, sonriendo, nos deja sus tesoros.
¡Abre tus negros ojos, tus labios y tus poros
              al aire del amor!
Como la madre monda las frutas para el niño,
Dios quita de tu vida, cercada de cariño,
              las penas y el dolor.

Ahora todo canta, perfuma o ilumina;
ahora todo copia tu faz alabastrina,
              y se parece a ti;
aspiro los perfumes que brotan de tu trenza,
y lo que en tu alma apenas como ilusión comienza,
              es voluntad en mí.

¡Ah! deja las tristezas al nido abandonado,
las sombras a la noche, los dardos al soldado;
              los cuervos al ciprés.
No pienses en los triste que sigiloso llega;
los mirtos te coronan, y el arroyuelo juega
              con tus desnudos pies.

Manuel Gutiérrez Nájera, 1880

Pobre verso condenado
a mirar tus labios rojos
y en la lumbre de tus ojos
quererse siempre abrasar;
colibrí del que se aleja
el mirto que lo provoca,
y ve de cerca tu boca,
y no la puede besar.

Manuel Gutiérrez Nájera, 1884

Madre, madre, cansado y soñoliento
quiero pronto volver a tu regazo;
besar tu seno, respirar tu aliento
y sentir la indolencia de tu abrazo.

Tú no cambias, ni mudas, ni envejeces;
en ti se encuentra la virtud perdida,
y tentadora y joven apareces
en las grandes tristezas de la vida.

Con ansia inmensa que mi ser consume
quiero apoyar las sienes en tu pecho,
tal como el niño que la nieve entume
busca el calor de su mullido lecho.

!Aire! ¡más luz! ¡una planicie verde
y un horizonte azul que la limite,
sombra para llorar cuando recuerde,
cielo para creer cuando medite!

Abre, por fin, hospedadora muda,
tus vastas y tranquilas soledades
y deja que mi espíritu sacuda
el tedio abrumador de las ciudades.

No más continuo batallar; ya brota
sangre humeante de mi abierta herida
y quedo inerme, con la espada rota,
en la terrible lucha por la vida.

Acude madre, y antes que perezca
y bajo el peso, del dolor sucumba,
o abre tus senos, y que el musgo crezca
sobre la humilde tierra de mi tumba.

Manuel Gutiérrez Nájera, 1881

Publica El Siglo una cosa
en verso pluscuamperfecto,
y viene firmada: «Sosa»
Y en efecto, en efecto.

Manuel Gutiérrez Nájera

Tienes en tu laúd cuerdas de oro
que el soplo del espíritu estremece,
y tu genio, como un alto sicomoro,
entre borrascas y huracanes crece.

No te brinda la musa sus favores
entre mirtos y rojas amapolas:
cuando quieres gozar de sus amores
la acechas, la sorprendes y la violas.

Tu verso no es el sonrosado efebo
que en la caliente alcoba se afemina:
vigoroso como Hércules mancebo
acomete, conquista y extermina.

El mar es como tú: con su rüido
de tus estrofas la cadencia iguala;
refleja el cielo cuando está dormido
y en sus momentos de furor lo escala.

Manuel Gutiérrez Nájera, 1886

Prostituir al amor… llegar artero,
de noche, entre las sombras recatado
esquivando los pasos y, mañero,
la faz hundida y el embozo alzado.

Tender la escala; con la vista alerta
trepar por la pared que se desgrana,
y a donde todos entran por la puerta,
entrar como ladrón, por la ventana.

Apagada la luz, hablando quedo,
temerosos, convulsos, vergonzantes,
sintiendo juntos el amor y el miedo
contar con avaricia los instantes.

Querer que calle hasta el reloj pausado
que cuelga en la pared, alto y sombrío;
ser joven, ser amante, ser amado,
y, estando juntos, tiritar de frío.

Sentir el hielo que en las venas cunde
cuando los nervios crispa el sobresalto;
y maldecir a luna, si difunde
su delatora luz desde lo alto.

Buscar lo más oscuro de la alcoba,
y ver con vago miedo las junturas
por donde entra la luz, como quien roba
cobarde, vil, con antifaz y a oscuras.

Y temblar de pavor, si ladra el perro,
y si las ondas de la fuente gimen;
de lo que es aire, sol, hacer encierro;
de lo que es un derecho, hacer un crimen.

Besar con miedo, sin rumor, aprisa,
ir siempre de puntillas por la alfombra,
y si al cristal hizo crujir la brisa,
temblar, pensando que una voz nos nombra.

Cuando canta la alondra, retirarse
atravesando la desierta sala,
y suspenso en el aire deslizarse,
como vil bandolero, por la escala.

Haber envenenado una existencia,
convertido en dolores el contento
y, huésped sepulcral de la conciencia,
albergar un tenaz remordimiento.

Ver encenderse su mejilla roja
temiendo acaso que el pavor la venza,
y al hablarle mirar que se sonroja
y que baja los ojos de vergüenza.

Ese no es el amor: amor robado
que se viste de falso monedero;
ese no es el amor que yo he soñado,
y si ese es el amor, yo no lo quiero.

Manuel Gutiérrez Nájera, 1886

¡En tus abismos, negros y rojos,
fiebre implacable mi alma se pierde,
y en tus abismos miro los ojos,
los verdes ojos del hada verde!

Es nuestra musa glauca y sombría,
la copa rompe, la lira quiebra,
y a nuestro cuello se enrosca impía
              como culebra!

Llega y nos dice: —¡Soy el olvido,
yo tus dolores aliviaré!
Y entre sus brazos, siempre dormido,
              yace Musset.

¡Oh, musa verde! Tú la que flotas
en nuestras vidas enardecidas,
tú la que absorbes, tú la que agotas
              almas y vidas.

En las pupilas concupiscencia;
juego en la mesa donde se pierde
con el dinero, vida y conciencia,
en nuestras copas, eres demencia
              ¡oh, musa verde!

Son ojos verdes los que buscamos,
verde el tapete donde jugué,
verdes absintios los que apuramos,
y verde el sauce que colocamos
en tu sepulcro, pobre Musset.

Manuel Gutiérrez Nájera, 1887

Merciless fever, I must lose,
in your abysses red and black,
my soul; and in your depths I´ve seen
the wild green fairy´s eyes of green.

She is our sea-pale, sombre Muse.
The lute and the goblet she shall crack,
and coil herself about our neck,
a serpent, evil and obscene!

Manuel Gutiérrez Nájera, 1887
Translator: Timothy Adès

Las campánulas hermosas
¿sabes tú qué significan?
Son campanas que repican
en las nupcias de las rosas.
—Las campánulas hermosas
son campanas que repican.

¿Ves qué rojas son las fresas?
Y más rojas si las besas.
¿Por qué es rojo su color?
Esas fresas tan süaves,
son la sangre de las aves
que asesina el cazador.

Las violetas pudorosas,
en sus hojas escondidas,
las violetas misteriosas
son luciérnagas dormidas.
¿Ves mil luces cintilantes
tan brillantes cual coquetas,
nunca fijas, siempre errantes?
¡Es que vuelan las violetas!

La amapola ya es casada;
cada mirto es un herido;
la gardenia inmaculada
en la blanca desposada
esperando al prometido.

Cuando flores tú me pides
y te mando nomeolvides,
y esas flores pequeñitas
que mi casto amor prefiere,
a las blancas margaritas
les preguntan; ¿No lo quiere?

¡Nomeolvides! Frescas flores
le prodigan sus aromas
y en tus hombros seductores
se detienen las palomas.

¡No hay invierno! ¡No hay tristeza!
Con amor, Naturaleza
todo agita, todo mueve…,
luz difunde, siembra vidas…
¿Ves los copos de la nieve?
¡Son palomas entumidas!

Tiene un alma cuanto es bello;
los diamentes,
son los trémulos amantes
de tu cuello.

La azucena que te envío
es novicia que profesa,
y en tu boca es una fresa
empapada de rocío.

Buenos dioses tutelares
¡dadme ramos de azahares!
Si me muero, dormir quiero
bajo flores compasivas…
¡Si me muero, si me muero,
dadme muchas siemprevivas!

Manuel Gutiérrez Nájera, 1887

A Luis Mercado

En la sombra debajo de tierra,
donde nunca llegó la mirada,
se deslizan en curso infinito
silenciosas corrientes de agua.
Las primeras, al fin, sorprendidas
por el hierro que rocas taladra,
en inmenso penacho de espumas
hervorosas y límpidas saltan.
Mas las otras, en densa tiniebla,
retorciéndose siempre resbalan
sin hallar la salida que buscan,
a perpetuo correr condenadas.

A la mar se encaminan los ríos
y en su espejo movible de plata
van copiando los astros del cielo
o los pálidos tintes del alba:
ellos tienen cendales de flores,
en su seno las ninfas se bañan,
fecundizan los fértiles valles,
y sus ondas son de agua que canta.

En la fuente de mármoles níveos,
juguetona y traviesa es el agua
como niña que en regio palacio
sus collares de perlas desgrana;
ya cual flecha bruñida se eleva,
ya en abierto abanico se alza,
de diamantes salpica las hojas
o se duerme cantando en voz baja.

En el mar soberano las olas
los peñascos abruptos asaltan;
al moverse, la tierra conmueven
y en tumulto los cielos escalan.
Allí es vida y es fuerza invencible,
allí es reina colérica el agua,
como igual con los cielos combate
y con dioses y monstruos batalla.

¡Cuán distinta la negra corriente
a perpetua prisión condenada,
la que vive debajo de tierra
do ni yertos cadáveres bajan!
La que nunca la luz ha sentido,
la que nunca solloza ni canta,
esa muda que nadie conoce,
esa ciega que tienen esclava.

Como ella, de nadie sabidas,
como ella, de sombras cercadas,
sois vosotras también, las oscuras
silenciosas corrientes de mi alma.
¿Quién jamás conoció vuestro curso?
¡Nadie a veros benévolo baja!
Y muy hondo, muy hondo se extienden
vuestras olas cautivas que callan.

Y si paso os abrieran, saldríais,
como chorro bullente de agua,
que en columna rabiosa de espuma
sobre pinos y cedros se alza.
Pero nunca jamás, prisioneras,
sentiréis de la luz la mirada:
¡seguid siempre rodando en la sombra,
silenciosas corrientes del alma!

Manuel Gutiérrez Nájera, 1887