Autumnal presentía y añoraba las rosas,
adoraba a los cisnes y amaba a la pantera,
y sus ojos veían cómo todas las cosas
ardían inextinguibles en la divina hoguera.

Rubén fue fuego insomne y augusta fantasía
de imágenes naciendo como sin par aurora
o de flores bellísimas, que en el calor del día
se agostan y nos queman con luz abrasadora.

En busca de otras flores oscuras y malditas
cabalgaba a la grupa del divino Pegaso
y alado perseguía las ansias infinitas
que nacen en la tarde al filo del ocaso.

Liróforoceleste y fauno incandescente,
con su ígneo corazón alimentó la lumbre
que llegaba de Venus hasta su sangre ardiente
y era primero estrella y luego pesadumbre.

Amó en todas las lenguas y de todas las bocas
quiso beber el néctar de la dulce ambrosia,
y por sus tardes tristes y por sus noches locas
Pan bifronte sonaba su agreste melodía.

Él, que tanto nos dijo de mujeres exóticas,
sólo en Francisca hallara amor seguro y tierno,
que bálsamo pusiera a sus horas neuróticas,
a aquellas que viviera muy lejos del infierno.

Saludaba optimista a la hispánica raza
y a sus nobles cachorros cantaba victoriosos,
aunque, al Norte, el riflero presto estaba a la caza,
y sus perros aullaban terribles y rabiosos.

Su cortejo de espadas y de penachos fieros
se arrodillaba inerme ante la faz de un niño,
y las férreas corazas de sus bravos guerreros
en su pecho ocultaban el blancor del armiño.

Cosmopolita y vago,su mente evanescente
fue incesante crisálida de una terca ilusión,
que naciera estentórea y muriera silente,
mientras con ronco acento sonara el Aquilón.

Cuando llegó al crepúsculo fue tras la caravana
que al establo adoraba con incienso y con oro,
mas otros resplandores y otra pasión arcana
resuenan en su vida y en su verso sonoro.

Al fulgor de su paso por la vida y la muerte
renacieron jardines y princesas galantes,
y el cisne que sabía lo ilustre de su suerte
lo despidió con plumas y con cantos triunfantes.

Qué púberes canéforas lo coronen de acantos
y en los vientos proclamen su mérito inmortal,
y que nunca concluyan los rezos de los santos
que a Jesuscrito piden que lo libre del mal.

Manuel Parra Pozuelo

Puede Quevedo —polvo enamorado—
alumbrar con su llama el agua fría,
puede Quevedo oscurecer el día
y hacer del sol eclipse desolado.

Quevedo, de sus horas desterrado,
alienta envuelto en su melancolía.
Quevedo está presente todavía
y es un es y un será siempre cansado.

Mas quién pudiera habernos dicho tanto
como él dijera en su palabra viva,
quién pudiera decir tanto del llanto,

y del amor y de la amada esquiva,
quién pudiera escribir como él escribe
de una vida que es muerte que se vive.

Manuel Parra Pozuelo

Latiendo entre sus húmeros carnales,
ancestral, ungulado y taquicárdico,
llega, llegando César por Vallejo,
y llegan con él Madres Españas y Maestras
que desfilan mundiales por los campos Eliseos.

Incólumes tabernas abisales
despiertan sus alvéolos a la noche,
y un efecto lunar, un arpa lenitiva
descorazonase de tanto grito.

¡OH, CAMARADA CÉSAR, CUÁNTOS AÑOS HA QUETÚ……!
¡TERRIBLEMENTE! ¡EN CARNE! ¡EN FUEGO! ¡EN AIRE!

¡Cruz  para las laderas de tus labios!
¡Cruz para tus delirios planetarios!
¡Y cruz para tu dado y tus hermanos!

Llegas llegando, sin cesar, Vallejo,
incinerado en subjuntivas albas,
encebollado y turbio, caballísimo,
espumoso y giospérmico cadáver,
funeral e instantáneo.
Llegas con campesinos, con mineros,
con miles de millones
de la insepulta gleba milenaria.

Vienes viniendo a mares,
a cataratas ígneas
e inmensas de tungsteno,
vienes viniendo de cesáreos versos,
vienes y ya no hay nadie,
ni poyo peruanísimo,
ni untuosos bizcochos,
ni tahona, ni madre,
ni camarada obispo bolchevique.

Y la gleba mundial
que viene y viene
expira decayendo
en instrumentos mórbidos,
y resuena, volcánica,
su enorme despedida.

Y la menguante luna
los lleva, oh César,
donde tú y tu muerte
excaváis galerías por montañas de amianto,
y allí, ya todos, transidos y fúlgidos,
en un torrente impávido,
¡por más humo que fuera
el que nació en París
a aquel mapa de España!:
¡PERDIDOS PARA SIEMPRE!

Manuel Parra Pozuelo