Te imaginé primero, llegó luego,
sobrenadando el campo, gentil brisa
con el campanilleo de tu risa;
después tu voz, mezcla de miel y ruego.

Y se fue evaporando mi sosiego…
Tan grácil te acercabas, tan de prisa,
que perdí claridad, te vi imprecisa,
y pensé con tu luz volverme ciego.

Y hoy no te veo, sin estar seguro
si es el mundo o soy yo quien está oscuro,
o si nunca en verdad viniste a mí.

Ni percibo tu piel, ni oigo tu acento,
ni advierto la caricia de tu aliento,
y no sé si te tuve o te perdí.

Francisco Álvarez-Hidalgo