Quiero morir cuando decline el día,
en alta mar y con la cara al cielo;
donde parezca sueño la agonía,
y el alma, un ave que remonta el vuelo.

No escuchar en los últimos instantes,
ya con el cielo y con el mar a solas,
más voces ni plegarias sollozantes
que el majestuoso tumbo de las olas.

Morir cuando la luz, triste, retira
sus áureas redes de la onda verde,
y ser como ese sol que lento expira:
algo muy luminoso que se pierde.

Morir, y joven: antes que destruya
el tiempo aleve la gentil corona;
cuando la vida dice aún: «soy tuya»,
aunque sepamos bien que nos traiciona.

Manuel Gutiérrez Nájera, 1887

A Luis Mercado

En la sombra debajo de tierra,
donde nunca llegó la mirada,
se deslizan en curso infinito
silenciosas corrientes de agua.
Las primeras, al fin, sorprendidas
por el hierro que rocas taladra,
en inmenso penacho de espumas
hervorosas y límpidas saltan.
Mas las otras, en densa tiniebla,
retorciéndose siempre resbalan
sin hallar la salida que buscan,
a perpetuo correr condenadas.

A la mar se encaminan los ríos
y en su espejo movible de plata
van copiando los astros del cielo
o los pálidos tintes del alba:
ellos tienen cendales de flores,
en su seno las ninfas se bañan,
fecundizan los fértiles valles,
y sus ondas son de agua que canta.

En la fuente de mármoles níveos,
juguetona y traviesa es el agua
como niña que en regio palacio
sus collares de perlas desgrana;
ya cual flecha bruñida se eleva,
ya en abierto abanico se alza,
de diamantes salpica las hojas
o se duerme cantando en voz baja.

En el mar soberano las olas
los peñascos abruptos asaltan;
al moverse, la tierra conmueven
y en tumulto los cielos escalan.
Allí es vida y es fuerza invencible,
allí es reina colérica el agua,
como igual con los cielos combate
y con dioses y monstruos batalla.

¡Cuán distinta la negra corriente
a perpetua prisión condenada,
la que vive debajo de tierra
do ni yertos cadáveres bajan!
La que nunca la luz ha sentido,
la que nunca solloza ni canta,
esa muda que nadie conoce,
esa ciega que tienen esclava.

Como ella, de nadie sabidas,
como ella, de sombras cercadas,
sois vosotras también, las oscuras
silenciosas corrientes de mi alma.
¿Quién jamás conoció vuestro curso?
¡Nadie a veros benévolo baja!
Y muy hondo, muy hondo se extienden
vuestras olas cautivas que callan.

Y si paso os abrieran, saldríais,
como chorro bullente de agua,
que en columna rabiosa de espuma
sobre pinos y cedros se alza.
Pero nunca jamás, prisioneras,
sentiréis de la luz la mirada:
¡seguid siempre rodando en la sombra,
silenciosas corrientes del alma!

Manuel Gutiérrez Nájera, 1887

A J. M. Bustillos

Ora blancas cual copos de nieve,
ora negras, azules o rojas,
en miríadas esmaltan el aire
y en los pétalos frescos retozan.
Leves saltan del cáliz abierto
como prófugas almas de rosas,
y con gracia gentil se columpian
en sus verdes hamacas de hojas.
Una chispa de luz les da vida
y una gota al caer las ahoga,
aparecen al claro del día
y ya muertas las halla la sombra.

¿Quién conoce sus nidos ocultos?
¿En qué sitio de noche reposan?
Las coquetas no tienen morada…
Las volubles no tienen alcoba…
Nacen, aman, y brillan y mueren
en el aire, al morir se transforman,
y se van, sin dejarnos su huella,
cual de tenue llovizna las gotas.
Tal vez unas en flores se truecan
y llamadas al cielo las otras,
con millones de alitas compactas
el arcoiris espléndido forman.
Vagabundas ¿en dónde está el nido?
Sultanita ¿qué harén te aprisiona?
¿A qué amante prefieres, coqueta?
¿En qué tumba dormís, mariposas?

¡Así vuelan y pasan y expiran
las quimeras de amor y de gloria,
esas alas brillantes del alma,
ora blancas, azules o rojas!
¿Quién conoce en qué sitio os perdisteis,
ilusiones que sois mariposas?
¡Cuán ligero voló vuestro enjambre
al caer en el alma la sombra!

Tú, la blanca, ¿por qué ya no vienes?
¿No eras fresco azahar de mi novia?
Te formé con un grumo del cirio
que de niño llevé a la parroquia;
eres casta, creyente, sencilla
y al posarte temblando en mi boca
murmurabas, heraldo de goces,
¡ya está cerca tu noche de bodas!

Ya no viene la blanca la buena.
Ya no viene tampoco la roja,
la que en sangre teñí, beso vivo,
al morder unos labios de rosa.
Ni la azul que me dijo: ¡Poeta!
Ni la de oro, promesa de gloria.
¡Ha caído la tarde en el alma!
¡Es de noche… ya no hay mariposas!

Encended ese cirio amarillo…
Ya vendrán en tumulto las otras,
las que tienen las alas muy negras
y se acercan en fúnebre ronda.
Compañeras, la pieza está sola;
si por mi alma os habéis enlutado
¡venid pronto, venid, mariposas!

Manuel Gutiérrez Nájera, 1887

Descienden taciturnas las tristezas
            al fondo de mi alma,
y entumecidas, haraposas brujas,
            con uñas negras
            mi vida escarban.

De sangre es el color de sus pupilas,
            de nieve son sus lágrimas,
hondo pavor me infunden… Yo las amo
            por ser las solas
            que me acompañan.

Aguárdolas ansioso, si el trabajo
            de ellas me separa,
y búscolas en medio del bullicio,
            y son constantes
            y nunca tardan.

En las fiestas, a ratos se me pierden
            o se ponen la máscara,
pero luego las hallo, y así dicen:
            —¡Ven con nosotras!
            ¡Vamos a casa!

Suelen dejarme cuando sonriendo
            mis pobres esperanzas
como enfermitas, ya convalecientes,
            salen alegres
            a la ventana.

Corridas huyen, pero vuelven luego
            y por la puerta falsa
entran trayendo como nuevo huésped
            alguna triste,
            lívida hermana.

Ábrese a recibirlas la infinita
            tiniebla de mi alma,
y van prendiendo en ella mis recuerdos
            cual tristes cirios
            de cera pálida.

Entre esas luces, rígido tendido,
            mi espíritu descansa;
y las tristezas, revolando en torno,
            lentas salmodias,
            rezan y cantan.

Escudriñan del húmedo aposento
            rincones y covachas,
el escondrijo do guardé cuitado
            todas mis culpas,
            todas mis faltas.

Y hurgando mudas, como hambrientas lobas
            las encuentran, las sacan,
y volviendo a mi lecho mortuorio
            me las enseñan
            y dicen: Habla.

En lo profundo de mi ser bucean,
            pescadoras de lágrimas,
y vuelven mudas con las negras conchas
            en donde brillan
            gotas heladas.

A veces me revuelvo contra ellas
            y las muerdo con rabia,
como la niña desvalida y mártir
            muerde a la harpía
            que la maltrata.

Pero enseguida, viéndose impotente,
            mi cólera se aplaca.
¿Qué culpa tienen, pobres hijas mías,
            si yo las hice
            con sangre y alma?

Venid, tristezas de pupila turbia,
            venid, mis enlutadas,
las que viajáis por la infinita sombra,
            donde está todo
            lo que se ama.

Vosotras no engañáis; venid, tristezas,
           ¡oh mis criaturas blancas,
abandonadas por la madre impía,
            tan embustera,
            por la esperanza!

Venid y habladme de las cosas idas,
            de las tumbas que callan,
de muertos buenos y de ingratos vivos…
            Voy con vosotras,
            vamos a casa.

Manuel Gutiérrez Nájera, 1890