Señora mía: sus labios son perfectos
y su mirada tan grande me tiembla la piel;
su falda de terciopelo naranja me parece infinita
—y su andar, como su bañar y hablar a solas, es
un cisne afilado corrigiendo vocablos, diciendo cómo
amasar correctamente la pasta para
cocer los panes nuestros de cada mañana.

Fue usted, Virginia, la que dijo
un lleno de neblina domingo de marzo:
Me hundiré con mis banderas flameando.

Ahora bien, ¿por qué siempre supe
que había sido en el mar y con su perro en brazos?

Esta mañana de octubre, muy clara y muy domingo,
Louie su sirvienta, sollozando cual herida gaviota,
me cuenta que fue en un río de lirios
y palomas y olas, olitas que devoraron
su falda, su lisa cabellera y esos ojos
que no dejan de mirarme
                                        jamás, Señora nuestra,
porque leo y releo Orlando y To the Lighthouse
y Three Guineas y me hundo en el agua tan dulce
de su Diario —y ahora soy yo
quien cae, Virginia-luz, rayísimo,
y se pierde y ahoga de dicha
porque el suicidio —diga que sí—
es una corriente de palabras bien dichas
y las olitas nos comen otra vez
los huesos y yo muero feliz
porque la amé hasta
no cansarme nunca de amarla
                                                tanto.

21 de octubre de 1974

Efraín Huerta

No hago nada esta tarde
sino pensar —y es mucho— en la dicha.
Nada sino pensar en una hija llamada Dicha,
en una amante Dicha nombrada.
Ésta sería alta y soberbia como dicen
los poetas que es o debe ser la dicha,
la dicha en general y en especial
la dicha en que hoy, abrileñamente,
pienso y pienso y pienso —y no exagero
si repito creer en que la dicha existe.
Es palpable como esta manzana roja,
este pan dorado, este salero,
aquella joven en sus dichosos quince años,
un poema de Emily Dickinson,
los enormes ojos y la terrible boca
de mi enfermita Susan Sontag
—y una carta muy breve de Alma.

La dicha (la susodicha), digo dichosamente,
es toda o casi toda la vida
y todo el amor ganado y perdido
(«…si como dicen es cierto
que vives dichosa sin mí…»)
y todo lo que se quiera y se pueda.

Pero ¿qué demonios quiere decir la suso?

¿Y por qué no mejor la sexodicha?

Efraín Huerta