El país de mi infancia adolecía de unaaridez penitencial.
Yo sufría el ascendiente de un cielodesvaído y divisaba el perfil de una torre mística.
Los montes sobrios y de cima recónditapreferían el capuz de noviembre. Las almas de los difuntos,según el pensamiento de una criatura pusilánime, serecataban en su esquivez, seguían las vicisitudes de unrío perplejo y volaban en la brisa del océano.
Vencíamos el susto de las noches visionariasa través del páramo, en la carroza veloz. Unos juncoslacios interrumpían la fuga de las ruedas y la luna indolentevertía a la redonda el embeleso de sus matices de plata.
La criatura infantil, objeto de mis cuitas, amaba demodo férvido unas flores balsámicas, de origen sideral,imbuidas en el aire salobre. Vivía suspensa del anuncio de lamuerte y las demandaba para su tumba. Yo he defendido las hojasmontaraces del asalto de las arenas.
El mar salió de sus límites a cubrirel litoral desventurado. Una sombra muda y transparente dirigióel esquife de mi salud al reino de la aurora, a la felicidadinequívoca. Yo despertaba de unos sueños encantados ypercibía en el aire del aposento los efluvios de la malezafragante.