Mi imaginación nocturna se entremezcló con un sueño profundo y las imágenes comenzaron a rodar de tal manera que recordé todo al despertar cual película recién vista. Fue una sensación extraña, aun con cierto escalofrío recorriéndome la espina dorsal con sólo suponer, por un momento, que todo fuese una realidad por suceder.

Yo estaba allí, en medio de la penumbra, en aquella amplia habitación, extasiado en emoción suprema en tanto producía acordes sublimes con mi viejo violín. Las partituras estaban en mi mente luciendo como joyas nuevas, y yo, como perlas vírgenes, le desnudaba el alma entre nota y nota.

Mis pies danzaban al compás, con giros vertiginosos, como si la alfombra no existiese y el aire fuera mi carrusel. Brillos se desprendían de las cuerdas acaloradas en sentimientos para el alma, como bálsamo a la espera del sediento, como aroma florecido que perdura en la sustancia. Rosas amarillas al aire, con pétalos sueltos que embriagaban el sentido de la conciencia y entonces… No existía un hilo de tiempo ni distancia abierta ante mis ojos, las notas al éter me abrían camino, como puertas giratorias que apartaban secuencias de recuerdos que se unían a ellas y vivían fuera de mí.

En ese trance, yo no era yo. El marco de un cordel cercaba mi figura, protegía mi intimidad, tomaba mi propio vuelo con alas de seda blanca que pendían cual capa desplegada y que sustentaba mi acrobacia danzante. Me sentía feliz, pleno en mi propia naturaleza, colmado bajo el don del pentagrama que se reproducía hacía lo eterno, entonces…la luz llegaba y yo era parte del infinito.

La puerta se abrió, las ventanas fueron levantadas. La luminosidad lo abarcó todo, traspasó las hojas muertas de un almanaque y dejó ver la escena congelada llena de enigmas, de misterios escondidos debajo de un polvillo gris.
Los rumores decían que una tenue melodía se escuchaba por las noches, como un eco lejano; y que de vez en vez, destellos dorados serpenteaban fugazmente por las rendijas olvidadas.

La escena mostraba un paño de seda bordada en flores color dorado, un manojo de rosas amarillas marchitas en el capullo de su recuerdo, un extenso cordel trenzado, un largo collar de perlas nacaradas entrelazando a un violín refulgente a nuevo con dos cuerdas descarriladas. Ese detalle pasó desapercibido, la puerta y las ventanas se cerraron. Descubrí que soy un sueño olvidado de alguien que se fue sin mí.

(Del libro : PECADO PENDIENTE – ANTONIO PAPALIA -2019)