Para Rubén M. Campos.

Yo soñé con un beso, con un beso postrero
en la lívida boca del Señor solitario
que desgarra sus carnes sobre el tosco madero
en el nicho más íntimo del vetusto santuario.

Cuando invaden las sombras el tranquilo crucero,
parpadea la llama de la luz del sagrario,
y agitando en el puño su herrumbroso llavero,
se dirige a las puertas del recinto el ostiario.

Con un beso infinito, cual los besos voraces
que se dan los amados en la noche de bodas,
enredando sus cuerpos como lianas tenaces…

Con un beso que fuera mi palladium bendito
para todas las ansias de mi ser, para todas
las caricias bermejas que me ofrece el delito.

¡Oh, las rojas iniciales
que ornáis las salmos triunfales
en breviarios y misales!

¡Oh, casullas que al reflejo
de los cirios, en cortejo
vais mostrando el oro viejo!

¡Oh, vitrales policromos
fileteados de plomos,
que brilláis bajo los domos!

¡Oh, custodias rutilantes,
con topacios y diamantes!
¡Oh, copones rebosantes!

¡Oh, Dies irae tenebroso!
¡Oh, Miserere lloroso!
¡Oh, Tedëum glorïoso!

Me perseguís cuando duermo,
me rodeáis si despierto…
Tenéis mi espíritu yermo,
muy enfermo… muy enfermo…
casi muerto…, casi muerto…

Para Rafael Delgado.

Ignoro qué corriente de ascetismo,
qué relación, qué afinidad impura
enlazó tu tristura y mi tristura
y adunó tu idealismo y mi idealismo.

Más sé por intuición que un astro mismo
ha presidido nuestra noche oscura,
y que en mí como en ti libra la altura
un combate fatal con el abismo.

¡Oh, rey; eres mi rey! Hosco y sañudo
también soy; en un mar de arcano duelo
mí luminoso espíritu se pierde,

y escondo como tú, soberbio y mudo,
bajo el negro jubón de terciopelo,
el cáncer implacable que me muerde.

Para Ciro B. Ceballos.

Grabó sobre mi faz descolorida
su Mane Thecel Phares el Dios fuerte,
y me agobian dos penas sin medida:
un disgusto infinito de la vida,
y un temor infinito de la muerte.

¿Ves cómo tiendo en rededor los ojos?
¡Ay, busco abrigo con esfuerzos vanos…!
¡En medio de mi ruta, sólo abrojos!
¡Al final de mi ruta, sólo arcanos!

¿Qué hacer cuando la vida me repela
si la pálida muerte me acobarda?
Digo a la vida: ¡sé piadosa, vuela…!
Digo a la muerte: ¡sé piadosa, tarda…!

¡Estaba escrito así! No más te afanes
por borrar de mi faz el torvo estigma;
impélenme furiosos huracanes,
y voy, entre los brazos de Abrimanes,
a las fauces hambrientas del Enigma.

Para Jesús Urueta.

                  I

Si negare alguno que Santa María,
del Dios Paracleto paloma que albea,
concibió sin mengua de su doncellía,
                ¡anatema sea!

Anatema los que burlan el prodigio sin segundo
de la flor intacta y úber que da fruto siendo yema;
que los vientres que conozcan, como légamo infecundo,
no le brinde sino espurias floraciones. ¡Anatema!

                  II

Si alguno dijere que Cristo divino
por nos pecadores no murió en Judea
ni su cuerpo es hostia, ni su sangre vino,
                ¡anatema sea!

Anatema los que ríen de oblaciones celestiales
en que un Dios, loco de amores, es la víctima suprema;
que no formen para ellos ni su harina los trigales,
ni sus néctares sabrosos los viñedos. ¡Anatema!

                  III

Si alguno afirmare que el alma no existe,
que en los cráneos áridos perece la idea,
que la luz no surge tras la sombra triste,
                ¡anatema sea!

Anatema los que dicen al mortal que tema y dude,
anatema los que dicen al mortal que dude y tema;
que en la noche de sus duelos ni un cariño los escude,
ni los bese la esperanza de los justos. ¡Anatema!

Hay un fantasma que siempre viste
luctuosos paños, y con acento
cruel de Hamlet a Ofelia triste,
me dice: ¡Mira, vete a un convento!

Y me horroriza prestarle oídos,
pues al conjuro de su palabra
pueblan mi mente descoloridos
y enjutos frailes de faz macabra;

Y dicen salmos penitenciales
y se flagelan con cadenillas,
y los repliegues de sus sayales
semejan antros de pesadillas…

En vano aquella visión resiste
el alma, loca de sufrimiento;
los frailes rondan, la voz persiste,
y como Hamlet a Ofelia triste,
me dice: ¡Mira, vete a un convento!

Para Jesús E. Valenzuela.

Bardos de frente sombría
y de perfil desprendido
de alguna vieja medalla;

los de la gran señoría,
los de mirar distraído,
los de la voz que avasalla.

Teólogos graves e intensos,
vasos de amor desprovistos,
vasos henchidos de penas;

los de los ojos inmensos,
los de las caras de cristos,
los de las grandes melenas:

mi musa, la virgen fría
que vuela en pos del olvido,
tan sólo embelesos halla

en vuestra gran señoría,
vuestro mirar distraído
y vuestra voz que avasalla.

Mi alma que os busca entrevistos
tras de los leves inciensos,
bajo las naves serenas,

ama esas caras de cristos,
ama esos ojos inmensos
ama esas grandes melenas.

Para Balbino Dávalos.

Solitario recinto de la abadía;
tristes patios, arcadas de recias claves,
desmanteladas celdas, capilla fría
de historiados altares, de sillería
de roble, domo excelso y obscuras naves;

solitario recinto: ¡cuántas pavesas
de amores que ascendieron hasta el pináculo
donde mora el Cordero, guardan tus huesas…!
Heme aquí con vosotras, las abadesas
de cruces pectorales y de áureo báculo…

Enfermo de la vida, busco la plática
con Dios, en el misterio de su santuario:
tengo sed de idealismo… Legión extática,
de monjas demacradas de faz hierática,
decid: ¿aún vive Cristo tras el sagrario?

Levantaos del polvo, llenad el coro;
los breviarios aguardan en los sitiales,
que vibre vuestro salmo limpio y sonoro,
en tanto que el Poniente nimba de oro
las testas de los santos en los vitrales…

¡Oh claustro silencioso, cuántas pavesas
de amores que ascendieron hasta el pináculo
donde mora el Cordero, guardan tus huesas…!
Oraré mientras duermen las abadesas
de cruces pectorales y de áureo báculo…

Para M. Larrañaga y Portugal.

¡No te amaré! Muriera de sonrojos
antes bien, yo que fui cantar maldito
de blancas hostias y de nimbos rojos;
yo que sólo he alentado los antojos
de un connubio inmortal con lo infinito.

¡No te amaré! Mi espíritu atesora
el perfume sutil de otras edades
de realeza y de fe consoladora,
y ese noble perfume se evapora
al beso de mezquinas liviandades.

Mi mundo no eres tú: fueron los priores
militantes, caudillos de sus greyes;
el mundo en que, magníficos señores,
fulminaron los Papas triunfadores
su anatema fatal contra los reyes.

Fue la etapa viril en que se cruza,
con Bayardo que esgrime su tizona,
Escot que sus dialécticas aguza:
la edad en que la negra caperuza
forjaba el silogismo en la Sorbona.

Y no sé de pasión, y me contrista
vibrar la lira del amor precario.
¡Sólo brotan mis versos de amatista
al beso de Daniel, el simbolista,
y al ósculo de Juan, el visionario!

Ya no más en las noches, en las noches glaciales
que agitaban los rizos de azabache en tu nuca,
soñaremos unidos en los viejos sitiales;

ya no más en las tardes frías, quietas y grises,
pediremos mercedes a la Virgen caduca,
la de manto de plata salpicado de lises.

¡Ay!, es fuerza que ocultes ese rostro marmóreo:
vida y luz, en un claustro de penumbras austeras
donde pesa en las almas todo el hielo hiperbóreo.

Nos amábamos mucho; mas tu amor me perdía;
¡nos queríamos tanto…! Mas así me perdieras,
y rompimos el lazo que al placer nos unía.

¡Es preciso! Muramos a las dichas humanas;
¡seguiré mi camino, muy penoso y muy tardo,
sin besar tus pupilas, tus pupilas arcanas!

Plegue a Dios cuando menos que algún día, señora,
muerto ya, te visite, como Pedro Abelardo
visitó, ya cadáver, a Eloísa la Priora.