A Magdalena Ramos

A las cinco de la mañana empiezo
el primer misterio. Lo hago en la cama,
en tanto que la luz del día llega
y me alegra estos viejos ojos
llenos de cataratas. Veo a padre
en la era, aventando el trigo rojo,
como era entonces, cuando yo niña:
alto, delgado, frente despejada,
aquel bigote de esquinas celestes,
aquella perilla flotando al viento;
y más que nada escucho sus palabras,
los cuentos de castillos y dragones,
las llanuras pobladas de Quijotes
y Sanchos. Finalmente oigo el beso
de sus labios que estalla en mi frente,
y el viento tibio arrullándome el pelo,
allá en la parva, bajo las estrellas.

A las siete y media, cuando mi yerno
ha salido ya a ganarse el pan,
sigo mis rezos. Me siento en la silla
de mimbres y roble, a la ventana,
a ver cómo la ciudad despierta.
Días hay que cuento en una hora mil
coches; me despisto, pierdo el hilo.
Pero siempre aparece en la cocina
mi madre ciñéndose el delantal,
ante el fuego. Siempre huelo el vaho
del pote de garbanzos y del amor
que el olvido no conoce. Siempre,
el ajiaceite en la rebanada;
y el perfume del jabón de tomillo,
el que se hacía en la artesa los domingos,
antes de que las campanas llamaran
a misa. ¡Jesús, cuántos recuerdos!

De vez en cuando me miro las manos.
Es entonces cuando quiero llorar.
Empiezo allí mismo el tercer misterio,
y me consuelo pensando que ya
quedará poco, que pronto veré
al abuelo. De mi esposo no quiero
acordarme, que es muy grande la herida.
Ataviado de luz llega mi nieto,
me observa fijamente y me pregunta:
¿abuela, qué tienes en la mirada?
Nada, no tengo nada, le respondo.
Él, que es poeta y sabe del dolor
del alma, taladra mi ser entero
con una caricia cómplice. Luego,
besándome en la frente, tiernamente,
me entrega un libro, me guiña un ojo,
me llama su Dulcinea, me abraza.

A las nueve de la mañana empiezo
el cuarto misterio, en la terraza.
Los ojos se me van de la muchacha
que abre la tienda del Todo a Cien
a los gitanos que venden la fruta
en medio de la acera. En el aire
persiste el trajín que yo he vivido,
como una música que se repite
de generación en generación.
Al fondo de la avenida se ven
los árboles. Allí dice mi hija
que se pasan los viejos muy buenos ratos.
Yo no quiero salir a un mundo
que no es mío. Abro las letanías.
Empuño la aguja del silencio.
Lentamente zurzo el pañuelo
del llanto, la soledad, del invierno.

Santiago Solano Grande