Con sayal de amarguras, de la vida romero,
topé, tras luenga andanza, con la paz de un sendero.
Fenecía del día el resplandor postrero.
En la cima de un álamo sollozaba un jilguero.

No hubo en lugar de tierra la paz que allí reinaba.
Parecía que Dios en el campo moraba,
y los sones del pájaro que en lo verde cantaba
morían con la esquila que a lo lejos temblaba.

La flor de madreselva, nacida entre bardales,
vertía en el crepúsculo olores celestiales;
víanse blancos brotes de silvestres rosales
y en el cielo las copas de los álamos reales.

Y como de la esquila se iba mezclando el son
al canto del jilguero, mi pobre corazón
sintió como una lluvia buena, de la emoción.
Entonces, a mi vera, vi un hermoso garzón.

Este garzón venía conduciendo el ganado,
y este ganado era por seis vacas formado,
lucidas todas ellas, de pelo colorado,
y la repleta ubre de pezón sonrosado.

Dijo el garzón: —¡Dios guarde al señor forastero!
—Yo nací en esta tierra, morir en ella quiero,
rapaz. —Que Dios le guarde. —Perdiose en el sendero…
En la cima del álamo sollozaba el jilguero.

Sentí en la misma entraña algo que fenecía,
y queda y dulcemente otro algo que nacia.
En la paz del sendero se anegó el alma mía,
y de emoción no osó llorar.  Atardecía.