Penélope,
teje que teje
con sus manos sin hombre
vacías de caricias.
En cada suspiro
la trama del amor
se deshilacha.
Detrás de los lentes,
los ojos de Ulises
se agigantan
y su único aro brilla
en la noche del recuerdo.

Penélope,
teje y re teje.
Empeñada en su labor
repite obsesiva
un derecho, un revés,
un derecho, un revés…
Cuando la boca fantasmal
del marido ausente
muerde sus labios inquietos,
     las agujas menguan los puntos
y el azar confecciona
el organdí blanco de novia.
La madeja de sus emociones
es un embrollo de hilo infinito.
Como un araña hábil
que jamás agota
sus extensiones de seda,
la rueca de su vulva
hila vellones húmedos
en leche de coco.

Penélope
recontrateje.
El tejido aumenta,
repta y se pierde
bajo sus pies.
Es un ejército de fibras
en busca de la victoria.
¡Troya, Troya, Troya!
brama la espada erecta de Ulises.
Sus manos titánicas
empuñan el seno palpitante
de una Helena vencida,
aún antes de la batalla.
La amante de París
cede su trono
y se entrega a la fuerza bruta.
El caballo de madera
transpira, relincha y se encabrita,
de su vientre se descuelga
el blanco manto de encaje.
Los dedos de Ulises desgarran,
penetran agujeros
de puntos perdidos,
exploran la urdimbre
y se endulzan
con leche tibia.
El grito voluptuoso
del rey de Itaca
inflama las hebras.
Una corriente orgásmica
retrocede en loca carrera
hacia las agujas febriles.

Penélope
jadea,
se le eriza
el bello del pubis.
Hipnotizada aúlla
derecho, siempre derecho…
El tejido se tensa,
la rueca se detiene.

Penélope
cierra los puntos,
los ojos y las piernas.
Catorce años esperó
el regreso del amado.
Sus manos llagadas
descansan envueltas
en el encaje blanco.

María Guillermina Sánchez Magariños