Ya la corona lírica tus sienes
Con no usado esplendor ceñido había
Cuando tú, en tu magnánima porfía,
Lauro mayor a tu ambición previenes:

Y a vista de Madrid estremecido,
Su puñal a Melpómene arrebatas,
Y al noble Munio en su dolor retratas,
Librándole por siempre del olvido.

Aspira a más: y si el valor guerrero
Tal vez tu numen sin igual inflama,
Dale aliento a la trompa de la fama
Y venza en fuerza y majestad A Homero.

Así crezca tu honor, Musa española.
Sé del Parnaso gloria y esperanza,
Y el mundo te tribute la alabanza
Que nadie mereció sino tú sola.

Manuel José Quintana,
Madrid 24 de junio de 1844

¡Nadie me escucha!… ¡Nadie!… El eco sólo,
eterno compañero
de este silencio lóbrego, responde
a mi agudo clamor, y mudamente
mi mal aumenta y mi dolor presente.

¿Y es aquesto verdad? ¿Pudo Teseo
sin mí partir, y pudo
desampararme así? ¡Pecho de bronce,
de todo amor y de piedad desnudo!
¿Qué te hice yo para tan vil huida?
Le vi, le amé; mi corazón, mi vida,
toda yo suya fui, toda… El ingrato,
¿Qué no me debe? Encadenado llega
a la cretense playa,
destinado a morir: su sangre odiosa
al monstruo horrible apacentar debía,
que en la prisión del laberinto erraba.
¿Qué hubiera él sido sin la industria mía?
Entra, combate, vence, y coronado
de nueva gloria se presenta al mundo.
Esto era poco: enfurecida y ciega,
frenética después, mi hogar, mi padre,
todo lo olvido a un tiempo, y me confío
al amable impostor enajenado
con su halago y su amor mi tierno pecho;
¡Falso amor, falso halago! ¿Qué se han hecho
pasión tan viva y perdición tan loca?
Yo lloro aquí desesperada en tanto
que el pérfido se ríe
de mi amor lamentable y de mi llanto.

      Pero no, no es posible
      que tan amantes lazos
      los haga así pedazos
      una argra ingratitud.

               (Levántase exaltada hacia la tienda).

Dame lecho a mi bien. Ahí tú que fuiste
de mi gloria testigo mira ahora
el triste afán que mi interior devora.

¡Así mientras sus labios me halagaban,
y en tanto que sus brazos me ceñían,
ya allá en su pecho las traiciones viles
este lazo fatal me preparaban!
¡Oh unión inconcebible
de perfidia y placer! ¡conque engañoso
puede ser el halago, y la ternura
lleva tras sí maldad y alevosía!
Yo triste, envuelta en la inocencia mía,
al delirio de amor me abandonaba;
tú sabes cuál mi seno palpitaba,
tú viste cuál mi sangre se encendía,
y cómo de su boca engañadora
deleite, amor y perdición bebía.

      Dos ayer éramos,
      y hoy sola y mísera
      me ves llorando
      a par de ti.
      Mira estas lágrimas,
      mírame trémula,
      donde gozando
      me estremecí.
      ¿Qué se hizo el pérfido?
      mi angustia muévate,
      y haz que volando
      torne hacia mí.

Vuelve, adorado fugitivo, vuelve,
yo te perdono. El ardoroso llanto
que ora inunda mi rostro y me le abraza,
enjugarás; reclinaré en tu pecho
mi atormentada frente, y aplicando
tu mano al corazón, verás cuál bate
de anhelo palpitante y de alegría.
Mas ¡oh! mísero y ciego devaneo;
mientras imploro al execrable amigo,
lleva el viento consigo
mi gritar, mi esperanza y mi deseo.

Y esto, ¡oh! dioses, sufrís y va seguro
y contento el perjuro
por medio de la mar, que le consiente
sin abrirse y tragarle. ¡Oh! tú, divino
astro del claro día, sol luciente,
sagrado autor de la familia mía.
Mira el trance terrible a que he venido,
mírame junto al mar volver llorando
la vista a todas partes, y en ninguna
asilo hallar a mi fatal fortuna,
mírame perecer sin un amigo
que dé a mi suerte lamentable lloro.
¿Donde, dónde volverme? ¿A quién imploro?

Muerte, no hay medio, muerte; este es el grito
que por do quiera escucho; ésta la senda
que encuentro abierta a mi infelice suerte.
Brama el mar, silba el viento, y dicen: «Muerte»

Y muerte hallaré yo… Las ondas fieras
que senda amiga al seductor abrieron,
me la darán… ¡Qué horror! Un sudor frío
baña mi triste frente, y el cabello
se eriza… Sí… Las veo;
Las furias del averno me arrebatan
tras de sí a fenecer… Voy desgraciada
víctima del amor… ¡Ah! Si el ingrato
presente ahora a mi dolor se hallara,
quizá al verme llorar también llorara.
¡Más no, mísera! Muere; el mar te espera,
el universo te olvidó, los dioses
airados te miraron
y sobre ti, cuitada, en un momento
el peso de su cólera lanzaron.

  ¡Oh qué triunfo tan bárbaro y fiero!
  avergüénzate, cielo tirano,
  avergüénzate, o dobla inhumano
  mi tormento y tu odioso rencor.

  ¿Dudo? ¿Temo? ¿A qué atiendo?¿Qué espero?.
  dame ¡oh! mar, en tu seno un abrigo,
  y las ondas escondan conmigo
  mi infortunio, mi oprobio y mi amor.

                                           (Arrójase al mar).

Manuel José Quintana