I

¿Quieres, Cándida saber
cuál es la niña mejor?
Pues medita con amor
lo que ahora vas a leer.

La que es dócil y obediente,
la que reza con fe ciega,
con abandono inocente.
la que canta, la que juega.

La que de necias se aparta,
la que aprende con anhelo
cómo se borda un pañuelo,
cómo se escribe una carta.

La que no sabe bailar
y sí rezar el rosario
y lleva un escapulario
al cuello, en vez de un collar.

La que desprecia o ignora
los desvaríos mundanos;
la que quiere a sus hermanos;
y a su madrecita adora.

La que llena de candor
canta y ríe con nobleza;
trabaja, obedece y reza…
¡esa es la niña mejor!

              II

¿Quieres saber, Candidita,
tú, que aspirarás al cielo,
cuál es perfecto modelo
de cristiana jovencita?

La que a Dios se va acercando,
la que, al dejar de ser niña,
con su casa se encariña
y la calle va olvidando.

La que borda escapularios
en lugar de escarapelas;
la que lee pocas novelas
y muchos devocionarios.

La que es sencilla y es buena
y sabe que no es desdoro,
después de bordar en oro
ponerse a guisar la cena.

La que es pura y recogida,
la que estima su decoro
como un preciado tesoro
que vale más que su vida.

Esa humilde jovencita,
noble imagen del pudor,
es el modelo mejor
que has de imitar, Candidita.

              III

¿Y quieres, por fin, saber
cuál es el tipo acabado,
el modelo y el dechado
de la perfecta mujer?

La que sabe conservar
su honor puro y recogido:
la que es honor del marido
y alegría del hogar.

La noble mujer cristiana
de alma fuerte y generosa,
a quien da su fe piadosa
fortaleza soberana.

La de sus hijos fiel prenda
y amorosa educadora;
la sabia administradora
de su casa y de su hacienda.

La que delante marchando,
lleva la cruz más pesada
y camina resignada
dando ejemplo y valor dando.

La que sabe padecer,
la que a todos sabe amar
y sabe a todos llevar
por la senda del deber.

La que el hogar santifica,
la que a Dios en él invoca,
la que todo cuanto toca
lo ennoblece y dignifica.

La que mártir sabe ser
y fe a todos sabe dar,
y los enseña a rezar
y los enseña a crecer.

La que de esa fe a la luz
y al impulso de su ejemplo
erige en su casa un templo
al trabajo y la virtud…

La que eso de Dios consiga
es la perfecta mujer,
¡y así tienes tú que ser
para que Dios te bendiga!

Lejos, bastante lejos,
del pueblo mío,
encerrado en un monte
triste y sombrío,
hay un valle tan lindo
que no hay quien halle
un valle tan ameno
como aquel valle.

Entre sus arboledas,
por la espesura
solitaria y tranquila,
corre y murmura
una fuente tranquilina
y bullanguera,
a que dieron por nombre
Fuente Vaquera.

Está tan escondida
bajo el follaje,
guarda tanto sus aguas
entre el ramaje,
que cuando por el valle
va murmurando
toda clase de hierbas
va salpicando.

Unas veces sonríe
dulce y sonora,
y otras veces parece
que gime y llora,
y siempre de sus aguas
el dulce juego
arrullando, produce
grato sosiego.

Allí pasan las horas
en dulce calma,
allí meditar puede
tranquila el alma,
y todo son consuelos
para el que llora
al pie de aquella fuente
fresca y sonora.

¡Todo es allí sosiego,
calma, tristeza!
Las auras, que suspiran
en la maleza…
Los pájaros, que cantan
en la espesura…
El agua, que en el valle
corre y murmura…

Los arrullos del viento,
gratos y mansos…
Los juncos que vegetan,
en los remansos…
Los claros resplandores
del sol naciente,
que asoma entre vapores
por el Oriente…
Las tórtolas que arrullan
con armonía,
convidando a una dulce
melancolía…

¡Todo, en fin, allí aleja
presentimientos,
trayendo a la memoria
mil pensamientos,
y adormeciendo el alma
con impresiones
que convidan a dulces
meditaciones!…

Tal es Fuente Vaquera,
la hermosa fuente
que murmura en el valle
tan sonriente,
que en su margen tranquila
cantan amores
tórtolas, colorines
y ruiseñores.

Una hermosa mañana
de junio ardiente
salió el sol como nunca
de refulgente,
y pájaros y flores
con alegría
la bienvenida daban
al nuevo día.

Elevábase el astro
con gran sosiego,
esparciendo sus rayos
de luz de fuego
sobre el fresco rocío
de la mañana,
que formaba en los valles
mantos de grana.

Sacuden las ovejas
sus cencerrillos,
y en el prado retozan
los corderillos,
que del rústico valle
sobre la hierba
forman jugueteando
linda caterva.

Al cielo sube el humo
de los hogares,
los gallos ya despiertan
con sus cantares,
y sacude la hermosa
Naturaleza
el tranquilo letargo
de su pereza.

      *   *   *

Dejé el mullido lecho
con alegría,
cuando apenas rayaba
la luz del día;
carguéme diligente
con la escopeta,
y como siempre ha sido
medio poeta,

al nacer del gran Febo
la luz primera,
ya estaba yo en la hermosa
Fuente Vaquera…
Fuente en cuyas orillas
cantan amores
tórtolas, colorines
y ruiseñores.

Ocultéme en la margen
con el follaje,
y viendo las delicias
de aquel paisaje,
esperé silencioso
bajo la fronda,
viendo correr las aguas
onda tras onda…

      *   *   *

Siguió el sol elevándose
resplandeciente,
y era ya tan molesta
su luz ardiente,
que, a medida que el astro
más se elevaba,
todo se iba durmiendo,
todo callaba.

Se inclinan en su tallo
todas las flores,
rendidas por los rayos
abrasadores,
y las aves se esconden
en las encinas
que a la tranquila fuente
crecen vecinas.

Sólo se escucha a veces,
del fresco viento,
las ráfagas que lanza,
sonoro y lento…
El agua, que su curso
nunca suspende…
El rumor de una hoja…
que se desprende…

El pïar apagado
de alguna alondra,
que entre las verdes matas
busca una sombra…,
y los ecos lejanos
de los zumbidos
de insectos, que en los aires
vagan perdidos…

Lejos de la apacible
Fuente Vaquera,
que corre por el valle
tan placentera,
existe un solitario
y oscuro monte,
que encierra los confines
del horizonte.

Al compás de las auras,
lenta se inclina
altiva, corpulenta
y añosa encina,
y entre sus verdes ramas
aprisionado
tiene una tortolilla
su nido amado.

En él está arrullando,
dulce y sonora,
a los amantes hijos
a quien adora,
gozando en su coloquio
de las delicias
que sus hijos le endulzan
con sus caricias.

El calor la atormenta,
la sed la abrasa,
y dejando con pena
su pobre casa,
les dio con un arrullo
la despedida
a los hijos queridos
que eran su vida;

batió sus puras alas
tendió su vuelo
cruzó por los espacios
del ancho cielo,
y pensando en sus hijos,
se fue ligera
a beber a la clara
Fuente Vaquera.

¡Ay! ¡Dónde irá esa madre
tierna y sencilla!…
¡Dónde irá tan ligera
la tortolilla,
mirando a todas partes,
amedrentada,
al verse sola y lejos
de su morada!…

¿Por qué deja sus hijos
abandonados,
y ella, cruzando espacios
tan dilatados,
va surcando los aires
rápidamente
a beber en las aguas
de aquella fuente?…

¡Pobre madre, si, ansiosa,
vuelve a su nido
y sus amantes hijos
ya se han perdido!…
¡Pobres hijos, si, a causa
de abandonarlos,
no volviera su madre
nunca a arrullarlos!…

Por el verde follaje
casi cubierto,
yo, casi más que un vivo,
parezco un muerto,
y mudo y silencioso
presto mi oído
al eco que produce
cualquiera ruido.

Al columpiar las hojas
el viento blando,
pájaros me parecen
que van volando,
y con mi diestra mano
nerviosa, inquieta,
alzo la curva llave
de la escopeta.

Sobre la verde copa
de vieja encina,
que cubre aquella fuente
tan cristalina,
una tórtola hermosa
paró su vuelo,
mirando la corriente
del arroyuelo.

Lanza su blando pecho
tiernos arrullos,
que no imita la fuente
con sus murmullos,
y a los lados humilde
mira asustada,
débil, inquieta, esquiva
y amedrentada.

Tendió después su vuelo
pausadamente,
y al llegar a la orilla
de la corriente,
sobre la verde alfombra
lenta se posa,
débil y acobardada,
triste y medrosa.

Dirige luego el paso
tímidamente
hasta tocar la margen
de la corriente,
donde, el agua fingiendo
cuadros de plata,
le recoge su imagen
y la retrata.

Yo, silencioso, en tanto
que la espiaba,
mi artística escopeta
ya preparaba,
y ocasión esperando,
cual diestro espía,
afiné cuanto quise
la puntería.
Disparé… ¡Sonó el tiro
ronco, tremendo!…
El arroyuelo manso
siguió corriendo.
El viento entre las hojas
siguió sonando
con un eco apacible,
sonoro y blando…
¡Y vi la tortolilla,
que ya sufría
las tristes convulsiones
de la agonía!…

Cogí tan apreciado
tierno despojo;
su hermoso pecho estaba
de sangre rojo,
rojas las aguas puras
del arroyuelo,
que corrían llorando
con triste duelo,
y mis ardientes manos
también manchadas
de sangre, enrojecidas
y salpicadas.

Con ellas oprimía
su pecho blando:
sus latidos se iban
amortiguando,
y cerraba sus ojos
pausadamente,
su cabeza inclinando
lánguidamente…

Yo vi en sus turbios ojos
el sentimiento
y las fieras angustias
de su tormento,
porque del nido lejos
agonizaba
y a sus pobres hijuelos
solos dejaba.

Conocí en sus miradas
bien claramente
esa inquieta agonía
del inocente,
que sufre los rigores
de su destino
muriendo por las manos
de un asesino.

Aquella pobre madre
casi expirante
era la madre tierna,
la madre amante,
que a sus hijos no pudo
darles en vida
una lágrima dulce
de despedida.

Y aquella tierna madre,
cuando sufría
la convulsión postrera
de la agonía,
me dijo con sus ojos
casi nublados
que dejaba dos hijos
abandonados.

Yo comprendí lo injusto
de aquella muerte;
mas la víctima estaba
fría e inerte…
y una lágrima amarga
por mi mejilla
rodó, cuando vi muerta
la tortolilla.

Desde entonces no quiero
que un inocente
de alguna injusta muerte
se me lamente,
y diga con sus ojos
casi nublados
que deja sus hijuelos
abandonados.

Y en vez de estar cazando
la tarde entera
junto a la cristalina
Fuente Vaquera,
voy a ver cómo en ella
cantan amores
tórtolas, colorines
y ruiseñores,
y cómo de aquel monte
sobre las lomas
arrullan solitarias
blancas palomas.

        I

Yo aprendí en el hogar en qué se funda
la dicha más perfecta,
y para hacerla mía
quise yo ser como mi padre era
y busqué una mujer como mi madre
entre las hijas de mi hidalga tierra.
Y fui como mi padre, y fue mi esposa
viviente imagen de la madre muerta.
¡Un milagro de Dios, que ver me hizo
otra mujer como la santa aquella!

Compartían mis únicos amores
la amante compañera,
la patria idolatrada,
la casa solariega,
con la heredada historia,
con la heredada hacienda.
¡Qué buena era la esposa
y qué feraz la tierra!

¡Qué alegre era mi casa
y qué sana mi hacienda,
y con qué solidez estaba unida
la tradición de la honradez a ellas!

Una sencilla labradora, humilde,
hija de oscura castellana aldea;
una mujer trabajadora, honrada,
cristiana, amable, cariñosa y seria,
trocó mi casa en adorable idilio
que no pudo soñar ningún poeta.

¡Oh, cómo se suaviza
el penoso trajín de las faenas
cuando hay amor en casa
y con él mucho pan se amasa en ella
para los pobres que a su sombra viven,
para los pobres que por ella bregan!
¡Y cuánto lo agradecen, sin decirlo,
y cuánto por la casa se interesan,
y cómo ellos la cuidan,
y cómo Dios la aumenta!
Todo lo pudo la mujer cristiana,
logrólo todo la mujer discreta.

La vida en la alquería
giraba en torno a ella
pacífica y amable,
monótona y serena…

¡Y cómo la alegría y el trabajo
donde está la virtud se compenetran!

Lavando en el regato cristalino
cantaban las mozuelas,
y cantaba en los valles el vaquero,
y cantaban los mozos en las tierras,
y el aguador camino de la fuente,
y el cabrerillo en la pelada cuesta…
¡Y yo también cantaba,
que ella y el campo hiciéronme poeta!

Cantaba el equilibrio
de aquel alma serena
como los anchos cielos,
como los campos de mi amada tierra;
y cantaba también aquellos campos,
los de las pardas, onduladas cuestas,
los de los mares de enceradas mieses,
los de las mudas perspectivas serias,
los de las castas soledades hondas,
los de las grises lontananzas muertas…

El alma se empapaba
en la solemne clásica grandeza
que llenaba los ámbitos abiertos
del cielo y de la tierra.

¡Qué placido el ambiente,
qué tranquilo el paisaje, qué serena
la atmósfera azulada se extendía
por sobre el haz de la llanura inmensa!

La brisa de la tarde
meneaba, amorosa, la alameda,
los zarzales floridos del cercado,
los guindos de la vega,
las mieses de la hoja,
la copa verde de la encina vieja…
¡Monorrítmica música del llano,
qué grato tu sonar, qué dulce era!

La gaita del pastor en la colina
lloraba las tonadas de la tierra,
cargadas de dulzuras,
cargadas de monótonas tristezas,
y dentro del sentido
caían las cadencias
como doradas gotas
de dulce miel que del panal fluyeran.

La vida era solemne;
puro y sereno el pensamiento era;
sosegado el sentir, como las brisas;
mudo y fuerte el amor, mansas las penas
austeros los placeres,
raigadas las creencias,
sabroso el pan, reparador el sueño,
fácil el bien y pura la conciencia.

¡Qué deseos el alma
tenía de ser buena,
y cómo se llenaba de ternura
cuando Dios le decía que lo era!

        II

Pero bien se conoce
que ya no vive ella;
el corazón, la vida de la casa
que alegraba el trajín de las tareas,
la mano bienhechora
que con las sales de enseñanzas buenas
amasó tanto pan para los pobres
que regaban, sudando, nuestra hacienda.

¡La vida en la alquería
se tiñó para siempre de tristeza!

Ya no alegran los mozos la besana
con las dulces tonadas de la tierra,
que al paso perezoso de las yuntas
ajustaban sus lánguidas cadencias.

Mudos de casa salen,
mudos pasan el día en sus faenas,
tristes y mudos vuelven;
y sin decirse una palabra cenan;
que está el aire de casa
cargado de tristeza
y palabras y ruidos importunan
la rumia sosegada de las penas.

Y rezamos, reunidos, el Rosario,
sin decirnos por quién…, pero es por ella.
Que aunque ya no su voz a orar nos llama,
su recuerdo querido nos congrega,
y nos pone el Rosario entre los dedos
y las santas plegarias en la lengua.

¡Qué días y qué noches!
¡Con cuánta lentitud las horas ruedan
por encima del alma que está sola
llorando en las tinieblas!

Las sales de mis lágrimas amargan
el pan que me alimenta;
me cansa el movimiento,
me pesan las faenas,
la casa me entristece
y he perdido el cariño de la hacienda.

¡Qué me importan los bienes
si he perdido mi dulce compañera!

¡Qué compasión me tienen mis criados
que ayer me vieron con el alma llena
de alegrías sin fin que rebosaban
y suyas también eran!

Hasta el hosco pastor de mis ganados,
que ha medido la hondura de mi pena,
si llego a su majada
baja los ojos y ni hablar quisiera;
y dice al despedirme: «Ánimo, amo;
haiga mucho valor y haiga pacencia…»

Y le tiembla la voz cuando lo dice,
y se enjuga una lágrima sincera,
que en la manga de la áspera zamarra
temblando se le queda…

¡Me ahogan estas cosas,
me matan de dolor estas escenas!

¡Que me anime, pretende, y él no sabe
que de su choza en la techumbre negra
le he visto yo escondida
la dulce gaita aquella
que cargaba el sentido de dulzuras
y llenaba los aires de cadencias!…
¿Por qué ya no la toca?
¿Por qué los campos su tañer no alegra?

Y el atrevido vaquerillo sano
que amaba a una mozuela
de aquellas que trajinan en la casa,
¿por qué no ha vuelto a verla?
¿Por qué no canta en los tranquilos valles?
¿Por qué no silba con la misma fuerza?
¿Por qué no quiere restallar la honda?
¿Por qué esta muda la habladora lengua,
que al amo le contaba sus sentires
cuando el amo le daba su licencia?

«¡El ama era una santa!…»,
me dicen todos, cuando me hablan de ella.

«¡Santa, santa!», me ha dicho
el viejo señor cura de la aldea,
aquel que le pedía
las limosnas secretas
que de tantos hogares ahuyentaban
las hambres, y los fríos, y las penas.

¡Por eso los mendigos
que llegan a mi puerta
llorando se descubren
y un padrenuestro por el ama rezan!

El velo del dolor me ha oscurecido
la luz de la belleza.
Ya no saben hundirse mis pupilas
en la visión serena
de los espacios hondos,
puros y azules, de extensión inmensa.

Ya no sé traducir la poesía,
ni del alma en la médula me entra
la intensa melodía del silencio
que en la llanura quieta
parece que descansa,
parece que se acuesta.

Será puro el ambiente, como antes,
y la atmósfera azul será serena,
y la brisa amorosa
moverá con sus alas la alameda,
los zarzales floridos,
los guindos de la vega,
las mieses de la hoja,
la copa verde de la encina vieja…

Y mugirán los tristes becerrillos,
lamentando el destete, en la pradera,
y la de alegres recentales dulces,
tropa gentil, escalará la cuesta
balando plañideros
al pie de las dulcísimas ovejas;
y cantará en el monte la abubilla
y en los aires la alondra mañanera
seguirá derritiéndose en gorjeos,
musical filigrana de su lengua…

Y la vida solemne de los mundos
seguirá su carrera
monótona, inmutable,
magnífica, serena…

Mas ¿qué me importa todo,
si el vivir de los mundos no me alegra,
ni el ambiente me baña en bienestares,
ni las brisas a música me suenan,
ni el cantar de los pájaros del monte
estimulan mi lengua,
ni me mueve a ambición la perspectiva
de la abundante próxima cosecha,
ni el vigor de mis bueyes me envanece,
ni el paso del caballo me recrea,
ni me embriaga el olor de las majadas,
ni con vértigos dulces me deleitan
el perfume del heno que madura
y el perfume del trigo que se encera?

Resbala sobre mí sin agitarme
la dulce poesía en que se impregnan
la llanura sin fin, toda quietudes,
y el magnífico cielo, todo estrellas.

Y ya mover no pueden
mi alma de poeta,
ni las de mayo auroras nacarinas
con húmedos vapores en las vegas,
con cánticos de alondra y con efluvios
de rocïadas frescas,
ni éstos de otoño atardeceres dulces
de manso resbalar, pura tristeza
de la luz que se muere
y el paisaje borroso que se queja…,
ni las noches románticas de julio,
magníficas, espléndidas,
cargadas de silencios rumorosos
y de sanos perfumes de las eras;
noches para el amor, para la rumia
de las grandes ideas,
que a la cumbre al llegar de las alturas
se hermanan y se besan…

¡Cómo tendré yo el alma,
que resbala sobre ella
la dulce poesía de mis campos
como el agua resbala por la piedra!

Vuestra paz era imagen de mi vida,
¡oh, campos de mi tierra!
Pero la vida se me puso triste
y su imagen de ahora ya no es ésa:
en mi casa, es el frío de mi alcoba,
es el llanto vertido en sus tinieblas;
en el campo, es el árido camino
del barbecho sin fin que amarillea.

… … … … … … … … … … … … … … …

Pero yo ya sé hablar como mi madre,
y digo como ella
cuando la vida se le puso triste:
«¡Dios lo ha querido así! ¡Bendito sea!»

¡Me jiedin los hombris
que son medio jembras!
Cien vecis te ije
que no se lo dieras,
que al chinquín lo jacían marica
las gentis aquellas.
Ahora ya lo vide, y a mí no me mandis
más vecis que güelva.
Te largas tú a velo,
que pue que no creas
que tu cuerpo ha parío aquel mozu,
ni que lo cebasti con tu lechi mesma,
ni que tieni metía en la entraña
sangri de mis venas.
N´amás de mimarros
y delicaezas
que ha queao lo mesmo que un jilo
paliúcho y sin chispa de juerza.
Ca instanti se lava,
ca instanti se peina,
ca instanti se múa
toa la vestimenta,
y se encrespa los pelos con jierros
que se lo retuestan,
y en los dientis se da con boticas
de unos cacharrinos que tieni en la mesa,
y remoja el moquero con pringuis
n´amás pa que güela
¡Jiedi a señorita
dendi media lengua!
Se levanta a las nuevi corrías
y a las doci lo mesmo se acuesta.
¡Va a ponersi pochu
si acotina de aquella manera!
¡Güeno está pa mandalo a bellotas,
pa ayualmi a escuajal en la jesa,
pa jacel un carguju de tarmas
y traelo a cuestas,
u pa estalsi cavando canchalis
dende que amaneci jasta que escurezca!
Los muchachos de acá me esconfío
que mos lo apedrean
cuantis venga jaciendo pinturas
u jablando de aquella manera:
y verás cómo el mozu no tieni
ni agallas ni juerza
pa el primero que quiera molarsi
rompeli la jeta.
Ya no dici padri,
ni madri, ni agüela.
«Mi papá, mi mamá, mi abuelita…»
así chalrotea,
como si el mocoso juesi un señoruco
de los de nacencia.
Ni mienta del pueblo, ni jaci otro oficio
que dil a una escuela
y palral de bobás que allí aprendí,
que pa na le sirvin cuantis que se venga.
Pa sabel sus saberis le ije:
«Sácame la cuenta
del aceiti que hogaño mos toca
del lagal po la parti que es nuestra.
Se maquilan sesenta cuartillos
p´acá parti entera,
y nosotros tenemos, ya sabis,
una media tercia
que tu madre heredó de una quinta
que tenía tu agüela Teresa».
¡Ya ves tú que se jaci en un verbo!
Sesenta la entera,
doci pa la quinta,
cuatru pa la tercia,
quita dos pa una media, y resultan
dos pa la otra media.
Pues el mozu empringó tres papelis
de rayas y letras,
y pa ensenrearsi
de aquella maeja,
ijo que el aceiti que a mí me tocaba
era «pi menus erre», ¿te enteras?
¡Pus pués dil jacindu
las sopas con ella!
¿Y esos son saberis?
¡Esas son fachendas!
No le quise mental del guarrapo
ni icile siquiera
que hogañazo vendimus el churru
pa comprar un cachuju de tierra.
¡Allí no se jabla
de esas cosas ni en ellas se piensa!
N´amás que se jaci comel confituras,
melcal vestimentas,
dirse a los cafesis,
dirse a las comedias
y palral de bobás que no valin
ni siquiá una perra
¡Jolgacián como el nuestro muchacho
no va a haberlo, si aquí no se enmienda!
Yo no lo distingo de otros señorinos
que con él se ajuntan y jolgacianean.
¡Son como maricas!
¡Juy, qué vestimentas!
Ves una persona
por detrás, en la calle, tan tiesa
y endi lejus no sabis de cierto
si es macho u es jembra.
Güelin a lo mesmu
como las ovejas,
y p´aquí no es asín, que ca cosa
güeli a su manera:
güeli a macho la carni de hombre,
y la carni de jembra da a jembra.
Hay que dil a buscar al muchacho
cuantis que se puea,
y le dicis a aquellos señoris
que esu no quita pa que se agraeza,
pero que a su padri le jaci ya falta;
y asín se la enreas.
No lo quió jolgacián, aunque muchos
saberis trujiera.
Y no es esu solu lo que a mí me enrita,
que otras cosas me jacin más mella…
Hay que dil a buscalo ca y cuando:
que venga, que venga;
porque, mira: ¡me jiedin los hombres
que son medio jembras!…

Señol jues, pasi usté más alanti
     y que entrin tos esos,
     no le dé a usté ansia
     no le dé a usté mieo…

Si venís antiayel a afligila
sos tumbo a la puerta. ¡Pero ya s´ha muerto!

¡Embargal, embargal los avíos,
     que aquí no hay dinero:
lo he gastao en comías pa ella
y en boticas que no le sirvieron;
     y eso que me quea,
porque no me dio tiempo a vendello,
     ya me está sobrando,
     ya me está gediendo!

Embargal esi sacho de pico,
y esas jocis clavás en el techo,
     y esa segureja
     y ese cacho e liendro…

¡Jerramientas, que no quedi una!
    ¿Ya pa qué las quiero?
Si tuviá que ganalo pa ella,
¡cualisquiá me quitaba a mí eso!
Pero ya no quio vel esi sacho,
ni esas jocis clavás en el techo,
     ni esa segureja
     ni ese cacho e liendro…

¡Pero a vel, señol jues: cuidaíto
     si alguno de ésos
es osao de tocali a esa cama
     ondi ella s´ha muerto:
la camita ondi yo la he querío
cuando dambos estábamos güenos;
la camita ondi yo la he cuidiau,
la camita ondi estuvo su cuerpo
     cuatro mesis vivo
     y una nochi muerto!

¡Señol jues: que nenguno sea osao
de tocali a esa cama ni un pelo,
     porque aquí lo jinco
     delanti usté mesmo!
     Lleváisoslo todu,
     todu, menus eso,
     que esas mantas tienin
     suol de su cuerpo…
¡y me güelin, me güelin a ella
     ca ves que las güelo!…

¿La conoces, musa mía?
Es modelo soberano
bosquejado por la mano
de la gran sabiduría.

Es el más dulce buen ver
de tus visiones risueñas;
es la mujer que tú sueñas
cuando sueñas la mujer.

La discreta, la prudente,
la letrada, la piadosa,
la noble, la generosa,
la sencilla, la indulgente,

la süave, la severa,
la fuerte, la bienhechora,
la sabia, la previsora,
la grande, la justiciera…

la que crea y fortalece,
la que ordena y pacifica,
la que ablanda y dulcifica…,
¡la que todo lo engrandece!

La que es esclava y señora,
la que gobierna y vigila,
la que labra y la que hila,
la que vela y la que ora…

¡Hela, hela, musa ruda!
¿No lo cantas?
—No la canto.
—¿Por qué, si la admiras tanto?
—Porque si admiro soy muda.

—¿Y cuál es la maravilla
que así admiras muda y queda?
¡O es Teresa de Cepeda
o es Isabel de Castilla!