¡Cuán difícil es al hombre
hallar un objeto amable
con cuyo amor inefable
pueda llamarse feliz!

Y si este objeto resulta
frívolo, duro, inconstante
¿Qué resta al mísero amante
sino exclamar ¡ay de mí!

El amor es un desierto
sin límites, abrasado,
en que a muy pocos fue dado
pura delicia sentir.

Pero en sus mismos dolores
guarda mágica ternura,
y hay siempre cierta dulzura
en suspirar ¡ay de mí!

José María Heredia

Mira, mi bien, cuán mustia y desecada
del sol al resplandor está la rosa
que en tu seno tan fresca y olorosa
pusiera ayer mi mano enamorada.

Dentro de pocas horas será nada…
No se hallará en la tierra alguna cosa
que a mudanza feliz o dolorosa
no se encuentre sujeta y obligada.

Sigue a las tempestades la bonanza:
siguen al gozo el tedio y la tristeza…
Perdóname si tengo la desconfianza

de que dure tu amor y tu terneza:
cuando hay en todo el mundo tal mudanza,
¿solo en tu corazón habrá firmeza?

José María Heredia

Templad mi lira, dádmela, que siento
en mi alma estremecida y agitada
arder la inspiración. ¡Oh! ¡Cuánto tiempo
en tinieblas pasó, sin que mi frente
brillase con su luz!… Niágara undoso,
tu sublime terror solo podría
tornarme el don divino, que ensañada
me robó del dolor la mano impía.

Torrente prodigioso, calma, calla
tu trueno aterrador: disipa un tanto
las tinieblas que en torno te circundan,
déjame contemplar tu faz serena,
y de entusiasmo ardiente mi alma llena.
Yo digno soy de contemplarte: siempre
la común y mezquino desdeñando,
ansié por lo terrífico y sublime.
Al despeñarse el huracán furioso,
al retumbar sobre mi frente el rayo,
palpitando gocé: vi al Océano 
azotado por austro proceloso,
combatir mi bajel, y ante mis plantas
vórtice hirviente abrir, y amé el peligro.
Mas del mar la fiereza
en mi alma no produjo
la profunda impresión que tu grandeza.

Sereno, corres, majestuoso; y luego
en ásperos peñascos quebrantado,
te abalanzas violento y arrebatado,
como el destino irresistible y ciego.
¿Qué voz humana describir podría
de la Sirte rugiente
la aterradora faz? El alma mía
en vago pensamiento se confunde
al mirar esa férvida corriente,
que en vano quiere la turbada vista
en su vuelo seguir al borde oscuro
del precipicio altísimo: mil olas
cual pensamiento rápidas pasando,
chocan y se enfurecen,
y otras mil y otras mil ya las alcanzan
y entre espuma y fragor desaparecen.

¡Ved! ¡llegan, saltan! El abismo horrendo
devora los torrentes, despeñados:
crúzanse en él mil iris, y asomados
vuelven los bosques al fragor tremendo.
En las rígidas peñas
rómpese el agua: vaporosa nube
con elástica fuerza
llena el abismo en torbellino, sube,
gira en torno, y al éter
luminosa pirámide levanta,
y por sobre los montes que le cercan
al solitario cazador espanta.

Mas ¿qué en ti busca mi anhelante vista
con inútil afán? ¿Por qué no miro
alrededor de tu caverna inmensa
las palmas ¡ay! las palmas deliciosas
que en las llanuras de mi ardiente Patria
nacen del sol a la sonrisa y crecen,
y al soplo de las brisas del Océano
bajo un cielo purísimo se mecen?

Este recuerdo a mi pesar me viene…
Nada ¡oh Niágara! falta a tu destino,
ni otra corona que el aqueste pino
a tu terrible majestad conviene.
La palma, y mirto, y delicada Rosa,
muelle placer inspiran, y ocio blando
en frívolo jardín a ti la suerte
guardó más digno objeto, más sublime
el alma libre, generosa, fuerte
viene, te ve, se asombra,
el mezquino deleite menosprecia,
y aun se siente elevar cuando te nombra.

¡Omnipotente Dios! En otros climas
oí monstruos execrables
blasfemando tu nombre sacrosanto,
sembrar error y fanatismo impío,
los campos inundar en sangre y llanto,
de hermanos atizar la infanda guerra,
y desolar frenéticos la tierra.
Vilos, y el pecho se inflamó a su vista
en grave indignación. Por otra parte
vi mentidos filósofos que osaban
escrutar tus misterios, ultrajarte,
y de impiedad al lamentable abismo
a los míseros hombres arrastraban.
Por eso te buscó mi débil mente
en la sublime soledad: ahora
entera se abre a ti; tu mano siente
en esta inmensidad que me circunda,
y tu profunda voz hiere mi seno
de este raudal en el eterno trueno.

¡Asombroso torrente!
¡Cómo, tu vista el ánimo enajena,
y de terror y admiración me llena!
¿Do tu origen está? ¿Quiénfertiliza
por tantos siglos tu inexhausta fuente?
¿Qué poderosa mano
hace que al recibirte
no rebose en la tierra el Océano?

Abrió el Señor su mano omnipotente;
cubrió tu faz de nubes agitadas,
dio su voz a tus aguas despeñadas,
y ornó con su arco tu terrible frente.
¡Ciego, profundo, infatigable corres, 
como el torrente obscuro de los siglos
en insondable eternidad!… ¡Al hombre
huyen así las ilusiones gratas,
los florecientes días,
y despierta al dolor! —¡Ay! agostada
yace mi juventud; mi faz marchita,
y la profunda pena que me agita
ruga mi frente de dolor nublada.

Nunca tanto sentí como este día
mi soledad y mísero abandono
y lamentable desamor… ¿Podría
en edad borrascosa
sin amor ser feliz? ¡Oh! si una hermosa
mi cariño fijase,
y de este abismo al borde turbulento
mi vago pensamiento
y ardiente admiración acompañase!
¡Cómo gozara, viéndola cubrirse
de leve palidez, y ser más bella
en su dulce terror, y sonreírse
al sostenerla mis amantes brazos!…
¡Delirios de virtud!… ¡Ay! desterrado,
sin patria, sin amores,
solo miro ante mí llanto y dolores.

¡Niágara poderoso!
¡A Dios! ¡A Dios! dentro de pocos años
ya devorado habrá la tumba fría
a tu débil cantor. ¡Duren mis versos
cual tu gloria inmortal! ¡Pueda piadoso
viéndote algún viajero,
dar un suspiro a la memoria mía!
y al abismarse Febo en occidente
feliz yo vuele do el Señor me llama,
y al escuchar los ecos de mi fama
alce en las nubes la radiosa frente.

Junio, 1824

José María Heredia

Cuando en mis venas férvidas ardía
la fiera juventud, en mis canciones
el tormentoso afán de las pasiones
con dolorosas lágrimas vertía.

Hoy a ti las dedico, esposa mía,
cuando el amor más libre de ilusiones
inflama nuestros puros corazones
y sereno y de paz nos hice el día.

Así perdido en turbulentos mares
mísero navegante al cielo implora,
cuando le aqueja la tormenta grave;

y del naufragio libre, en los altares
consagra fiel a la deidad que adora
las húmedas reliquias de su nave.

José María Heredia

Huracán, huracán, venir te siento
y en tu soplo abrasado
respiro entusiasmado
del Señor de los aires el aliento.

En las alas del viento suspendido
vedle rodar por el espacio inmenso,
silencioso, tremendo, irresistible
en su curso veloz. La tierra en calma
siniestra, misteriosa,
contempla con pavor su faz terrible.
¿Al toro no miráis? El suelo escarba
de insoportable ardor sus pies heridos,
la frente poderosa levantando,
y en la hinchada nariz fuego aspirando
llama la tempestad con sus bramidos!
¡Qué nubes! ¡qué furor! El soltemblando
vela en triste vapor su faz gloriosa,
y su disco nublado solo vierte
luz fúnebre y sombría,
que no es noche ni día
¡pavoroso color, velos de muerte!
Los pajarillos tiemblan y se esconden
al acercarse el huracán bramando,
y en los lejanos montes retumbando
le oyen los bosques, y a su voz responden.

Llega ya… ¿No le veis? ¡Cuáldesenvuelve
su manto aterrador y majestuoso!…
¡Gigante de los aires, te saludo!…
En fiera confusión el viento agita
las orlas de tu parda vestidura…
¡Ved!… en el horizonte
los brazos rapidísimos enarca,
y con ellos abarca
cuanto alcanzo a mirar de monte a monte.

¡Oscuridad universal!… ¡Su soplo
levanta en torbellinos
el polvo de los campos agitados!…
En las nubes retumba despeñado
el carro del Señor, y de sus ruedas
brota el rayo veloz, se precipita,
hiere y aterra al suelo,
y su lívida luz inunda el cielo.

¿Qué rumor? ¿Es la lluvia?… Desatada
cae a torrentes, oscurece el mundo,
y todo es confusión, horror profundo.
Cielo, nubes, colinas, caro bosque,
¿Do estáis?… Os busco en vano:
desparecisteis… La tormenta umbría
en los aires revuelve un Océano
que todo lo sepulta…
Al fin, mundo fatal, nos se paramos:
el huracán y yo solos estamos.

¡Sublime tempestad! cómo en tu seno
de tu solemne inspiración henchido,
el mundo vil y miserable olvido
y alzo la frente, de delicia lleno!
¿Do está el alma cobarde
que teme tu rugir?… Yo en ti me elevo
al trono del Señor: oigo en las nubes
el eco de su voz: siento a la tierra
escucharle y temblar. Ferviente lloro
desciende por mis pálidas mejillas,
y su alta majestad trémulo adoro.

1822

José María Heredia

A la prenda de la fidelidad

Dulce memoria de la prenda mía
tan grata un tiempo como triste ahora,
áureo cabello, misterioso nudo
             Ven a mi labio.

¡Ay! ven, y enjugue su fervor el llanto
en que tus hebras inundó mi hermosa,
cuando te daba al infeliz Fileno
             mísero amante.

Lágrimas dulces, de mi amor consuelo,
decidme siempre que mi Lesbia es firme;
decid que nunca romperá su voto
             pérfida y falsa.

¡Oh! Cuánto el alma de dolor sentía
cuánto mi pecho la aflicción rasgaba,
cuando la hermosa con dolientes ojos
             Viéndome dijo:

«¡Siempre, Fileno, de mi amor te acuerdas!
Toma este rizo, que mi frente adorna…
Toma esta Prenda de constancia pura…
             Guárdala fino».

A donde quiera que la suerte cruda
me arrastre ¡Oh rizo! seguirame siempre,
y de mi Lesbia la divina imagen
             pon a mis ojos.

Tú me recuerdas los felices días
de paz y amor que fugitivos fueron
cual débil humo de Aquilón al soplo
             Tórnase nada.

¡Oh! Cuántas veces su cabello rubio,
al blando aliento de la fresca brisa,
velón ondeaba, y en feliz desorden
             ¡Vino a mi frente!

La luna amiga con su faz serena
mil y mil veces presidió mi dicha…
Memoria dulce de mi bien pasado, 
             ¡Sé mi delicia!

1819

José María Heredia

En los yermos del mar, donde habitas,
Alza ¡oh Musa! tu voz elocuente:
lo infinito circunda tu frente,
lo infinito sostiene tus pies.
Ven: al bronco rugir de las ondas
une acento tan fiero y sublime,
que mi pecho entibiado reanime,
y mi frente ilumine, otra vez.

Las estrellas en torno se apagan,
se colora de rosa el Oriente,
y la sombra se acoge a Occidente,
y a las nubes lejanas del Sur:
y del Este en el vago horizonte,
que confuso mostrábase y denso,
se alza pórtico espléndido, inmenso
de oro, púrpura, fuego y azur.

¡Vedle ya!… Cuál gigante imperioso
alza el Sol su cabeza encendida…
¡Salve, padre de luz y de vida,
centro eterno de fuerza y calor!
¡Cómo lucen las olas serenas
de tu ardiente fulgor inundadas!
¡Cuál sonriendo las velas doradas
tu venida saludan, oh Sol!

De la vida eres padre: tu fuego
poderoso renueva este mundo:
aun del mar el abismo profundo
mueve, agita, serena tu ardor.

Al brillar la feliz primavera
dulce vida recobran los pechos,
y en dichosa ternura deshechos
reconocen la magia de amor.

Tuyas son las llanuras: tu fuego
de verdura las viste y de flores,
y sus brisas y blandos olores
feudo son a tu noble poder.

Aun el mar te obedece: sus campos
abandona huracán inclemente,
cuando en ellos reluce tu frente
y la calma se mira volver.

Tuyas son las montañas altivas
que saludan tu brillo primero,
y en la tarde tu rayo postrero
las corona de bello fulgor.

Tuyas son las cavernas profundas,
de la tierra insondable tesoro,
y en su seno el diamante y el oro
reconcentra tu plácido ardor.

Aun la mente obedece tu imperio,
y al poeta tus rayos animan;
su entusiasmo celeste subliman,
y te ciñen eterno laurel.

Cuando el éter dominas, y al mundo
con calor vivificas intenso,
que a mi seno desciendes yo pienso,
y alto Numen despiertas en él.

¡Sol! Mis votos humildes y puros
de tu luz en las alas envía
al Autor de tu vida y la mía,
al Señor de los cielos y el mar.

Calma eterna do quiera respira,
y velado en tu fuego le adoro:
si yo mismo, ¡mezquino! me ignoro,
¿cómo puedo su esencia explicar?
A su inmensa grandeza me humillo,
sé que vive, que reina y me ama,
y su aliento divino me inflama
de justicia y virtud en amor.

¡Ah! si acaso pudieron un día
vacilar de mi fe los cimientos,
fue al mirar sus altares sangrientos
circundados por crimen y error.

1825

José María Heredia

¿Por qué, adorada mía,
mudanza tan cruel? ¿Por qué afanosa
evitas encontrarme, y si te miro,
fijas en tierra lánguidos los ojos y
y triste amarillez nubla tu frente?
¡Ay! do volaron los felices días
En que risueña y plácida me vías,
y tus ardientes ojos me buscaban,
y de amor y placer me enajenaban?
¡Cuántas veces en medio de las fiestas,
de una fogosa juventud cercada,
me aseguró de tu cariño tierno
una veloz simpática mirada!
Mi bien, ¿por qué me ocultas
el dardo emponzoñado que desgarra
tu puro corazón?… Mira que llenas
mi existencia de horror y de amargura:
dime, dime el secreto que derrama
el cáliz de dolor en tu alma pura.
Mas, ¿aún callas? ¡Ingrata! Ya comprendo
la causa de tu afán: ya no me amas,
ya te cansa mi amor… No, no; ¡perdona!
¡Habla, y hazme feliz!… ¡Ay! yo te he visto,
la bella frente de dolor nublada,
alzar los ojos implorando al cielo.
Yo recogí las lágrimas que en vano
pretendiste ocultar; tu blanca mano
estreché al corazón llena de vida
que por tu amor palpita, y azorada
me apartaste de ti con crudo ceño:
volví a coger tu mano apetecida,
sollozando a mi ardor la abandonaste,
y mientras yo ferviente la besaba,
bajo mis labios áridos temblaba.
¿Te fingirás acaso
delito en mi pasión? Hermosa mía,
no temas al amor: un pecho helado,
al dulce fuego del sentir cerrado,
rechaza la virtud, a la manera
de la peña que en vano
riega a torrentes la afanosa lluvia,
sin que fecunde su fatal dureza;
y el amor nos impone
por ley universal Naturaleza.

Rosa de nuestros campos, ¡ah! no temas
que yo marchite con aliento impuro
tu virginal frenor. ¡Ah! ¡te idolatro!…
Eres mi encanto, mi deidad, mi todo.
¡Único amor de mi sencillo pecho!
Yo bajara al sepulcro silencioso
por hacerte feliz… Ven a mis brazos,
y abandónate a mí; ven, y no temas.
La enamorada tórtola tan solo
sabe aqueste lugar, lugar sagrado
ya de hoy más para mí… ¿Su canto escuchas
que en dulce y melancólica ternura
baña mi corazón?… Déjame, amada,
sobre tu seno descansar… ¡Ay! vuelve…
tu rostro con el mío
une otra vez, y tus divinos labios
impriman a mi frente atormentada
el beso del amor… Ídolo mío,
tu beso abrasador me turba el alma:
toca mi corazón cual late ansioso
por volar hacia ti… deja, adorada,
que yo te estreche en mis amantes brazos
sobre este corazón que te idolatra
¿Le sientes palpitar? ¿Ves cual se agita
abrasado en tu amor? ¡Pluguiera al cielo
que a ti estrechado en sempiterno abrazo
pudiese yo espirar! ¡Gozo inefable!
aura de fuego y de placer respiro;
confuso me estremezco:
¡ay! mi beso recibe… yo fallezco…
Recibe, amada mi postrer suspiro.

José María Heredia

Planeta de terror, monstruo del cielo,
errante masa de perennes llamas
que iluminas e inflamas
los desiertos del Éter en tu vuelo;
¿Qué universo lejano
al sistema solar ora te envía?
¿Te lanza del Señor, la airada mano
a que destruyas en tu curso insano
del mundo la armonía?

¿Cuál es tu origen, astro pavoroso?
El sabio laborioso
para seguirte se fatiga en vano,
y más allá del invisible Urano
ve abismarse tu carro misterioso;
¿El influjo del sol allá te alcanza,
o una funesta rebelión te lanza
a ilimitada y férvida carrera?
Bandido inaquietable de la esfera,
¿Ningún sistema habitas,
y tan cerca del sol te precipitas
para insultar su majestad severa?

Huye su luz, y teme que indignado
a su vasta atracción ceder te ordene,
y entre Jove y Saturno te encadene,
de tu brillante ropa despojado.
Mas si tu curso con furor completas,
y le hiere tu disco de diamante,
arrojarás triunfante
al sistema solar nuevos planetas.
Astro de luz, yo te amo. Cuando mira
tu faz el vulgo con asombro y miedo,
yo, al contemplarte ledo,
elévome al Criador: mi mente admira
su alta grandeza, y tímida le adora.
y no tan solo ahora
en mi alma dejas impresión profunda:
ya de la noche en el brillante velo,
de mi niñez en los ardientes días,
a mi agitada mente parecías
un volcán en el cielo.

El ángel silencioso
que ora inocente dirección te inspira,
se armará del Señor con la palabra
cuando del libro del destino se abra
la página sangrienta de su ira.
¡Entonces furibundo
chocarás con los astros, que lanzados
volarán de sus órbitas, hundidos
en el éter profundo,
y escombros abrasados
de mundos destruidos
llevarán el terror a otro sistema!…
Tente, Musa: respeta el velo obscuro
con que de Dios la majestad suprema,
envuelve la región de lo futuro:
tú, cometa fugaz, ardiente vuela,
y a millones de mundos ignorados
al Hacedor magnífico revela.

1825

José María Heredia

¡Oh! Cuán puro y sereno
despunta el Sol en el dichoso día
que te miró nacer, ¡Esposa mía!
Heme de amor y de ventura lleno.

Puerto de las borrascas de mi vida,
objeto de mi amor y mi tesoro,
con qué afectuosa devoción te adoro,
¡y te consagro mi alma enternecida!

Si la inquietud ansiosa me atormenta,
al mirarte recobro
gozo, serenidad, luz y ventura;
y en apacibles lazos
feliz olvido en tus amantes brazos
de mi poder funesto la amargura.

    Tú eres mi ángel deconsuelo
    y tu celestial mirada
    tiene en mi alma enajenada
    inexplicable poder.

    Como el Iris en el cielo
    la fiera tormenta calma
    tus ojos bellos del alma
    disipan el padecer.

Y ¿cómo no lo hicieron
cuando en sus rayos lánguidos respiran
inocencia y amor? Quieran los cielos
que tu día feliz siempre nos luzca
de ventura y de paz, y nunca turben
nuestra plácida unión los torpes celos.

Esposa la más fiel y más querida,
siempre nos amaremos,
y uno en otro apoyado, pasaremos
el áspero desierto de la vida.

    Nos amaremos, esposa,
    mientras nuestro pecho aliente
    pasará la edad ardiente,
    sin que pase nuestro amor.

    Y si el infortunio vuelve
    con su copa de amargura,
    y en mí cargue su furor.

Noviembre, 1827

José María Heredia