Yo vivía feliz en medio de una gente rústica. Susorígenes se perdían en una antigüedad informe.

    Deliraban de júbilo en el instante delplenilunio. Los antepasados habían insistido en el horror delmundo inicial, antes de nacer el satélite.

    Una joven presidía los niños ocupadosen la tarea de la vendimia. Se había desprendido delséquito de la aurora, en un caballo de blonda crin. Los sujetabapor medio de un cuento inverosímil y difería adrede sudesenlace.

    Escogía el jacinto para adornar sus cabellosnegros, de un reflejo azul. Yo adoraba también la flor enfermade un beso de Eurídice en un momento de su desesperanza.

    Me esforcé en conjeturar y descubrir elnombre y procedencia al darme cuenta de su afición a la flordesvaída. La joven disfrutaba el privilegio de volver de entrelos muertos, con el fin de asistir a las honras litúrgicas delvino. Desapareció en el acto de evadir mis preguntas insinuantes.

    ¡Cuánto recuerdo el cementerio de laaldea! Dentro de las murallas mancilladas por la intemperie, algunascruces clavadas en el suelo, y también sobre túmulos detierra y alguna vez de mármol. El montón de urnasdesenterradas, puestas contra un rincón del edificio, deshechasen pedazos y astillas putrefactas. Densa vegetacióndesenvolvía una alfombra hollada sin ruido por el caminante.

    De aquella tierra húmeda, apretada condespojos humanos, brotaba en catervas el insecto para la marchalaboriosa o para el vuelo rápido. Los árboles de follajeoscuro, agobiados por las gotas de la lluvia frecuente, soplaban rumorde oraciones, trasunto del oráculo de las griegas encinas.Alguna que otra voz lejana se aguzaba en la tarde entremuerta,zozobrando en el pálido silencio la solemnidad de la estrellaerrante, precipitada en el mar.

    Las nubes regazadas por el cielo, cualprocesión de angélicas novicias, dorándolas el soloccidental, el que inunda de luz fantástica el santuario através de los góticos vitrales. Montes de manso declive,dispuestos a ambos lados del valle del reposo, vestidos de nieblasdelgadas, que retozan en caballos veloces de valkirias, dejandorepentino arco iris en señal y despojo de la fuga.

    Abandono aflictivo encarecía el horror delparaje, aconsejaba el asimiento a la vida, ahuyentaba la enfermizadelectación en la imagen de la fosa, mostrando en ésta elpésimo infortunio, de acuerdo con la razón de lospaganos. La luz de aquel día descolorido secundaba la fuerza deeste parecer, siendo la misma que en las fábulas helenas instigala nostalgia de la tierra en el cortejo de las almas suspirantes através de los vanos asfódelos.

    Yo había perdido un año en ceremoniascon el rey del país oculto. Los áulicos sagaces anulabanmi solicitud y sufrían los desahogos de mi protesta con unasonrisa neutral.

    Yo procuraba intimidarlos con el nombre de misoberano y describía enfáticamente los recursos infinitosde su armada. Se creían salvos en el recinto de sus montes.

    Yo entretenía el sinsabor criticando elestatuto de la familia. Me holgaba con el trato de las mujeresinfantiles y de los niños alegres y descubría los efectosde una crianza atenida a la captura del presente rápido. Unpasaje en verso, el primer asunto fiado a la memoria, escrito en unacinta de seda, insistía de modo pintoresco en la realidadsucesiva.

    Nunca he visto igual solicitud por las criaturassimples de la naturaleza. Los niños demostraban un almaindulgente en su familiaridad con las cigarras y con las mariposasrecogidas, durante la noche, en una jaula de mimbre y sedivertían con las piruetas y remolinos de unos peces desustancia efímera, circulantes en un acuario de obsidiana.

    Un cortesano, especie de senescal, me visitóuna vez con el mensaje de haber sido allanados los inconvenientes de miembajada. Yo debía presenciar, antes de mi retorno y enseñal de amistad, una fiesta dirigida a conciliarme los geniosdefensores del territorio. El cortesano se alejó despuésde asentarme en el hombro su abanico autoritario.

    La fiesta se limitaba a recitar delante de un gamounicorne, símbolo de la felicidad, pintado en un lienzoescarlata, unos himnos de significación abolida. Unos sacerdotescalvos no cesaban de imprimir un sonido igual en sus tamboriles deazófar.

    Uno de los oficiantes renunció el vestidofaldulario y el instrumento desapacible con el propósito defacilitar mi salida. Gobernó un día entero mi balsarústica, palanca en mano, según el curso de un ríotumultuoso.

    El gamo unicorne, signo del feliz agüero, sedejó ver sobre la cima de un volcán extinguido.

    El follaje exánime de un sauce roza, en laisla de los huracanes, su lápida de mármol.

    Yo la había sustraído de su patria, unlugar desviado de las rutas marítimas. Los máshábiles mareantes no acertaban a recordar ni a reconstituir elderrotero. La consideraba un don funesto y quería devolverla.

    Pero también deseaba sorprender a miscompatriotas con aquella criatura voluntariosa, de piel cetrina, decabellos lacios y fuertes. Su lenguaje constaba de sones indistintos.

    Enfermó de nostalgia a la semana de lapartida. Los marinos de ojos verdes, abochornados con el sol de lasregiones índicas, escuchaban, inquietos, sus lamentos. Recalaronpara sepultarla, una vez muerta, en sitio retraído. Seabstuvieron de arrojarla al agua, temerosos de la soltura de su almasollozante en la inmensidad.

    La compasión y el pesar desmadejaron miorganismo. Pedí y conseguí mi licencia del servicionaval. Me he retirado al pueblo nativo, internado en un paísfabril, donde las fraguas y las chimeneas arden sobre el suelo dehierro y de carbón.

    Mi salud sigue decayendo en medio del descanso y dela esquivez. Siento la amenaza de una fatalidad inexorable. Aldescorrer las cortinas de mi lecho, ante la suspirada aparicióndel día, he de reconocer en un viejo de faz inexpresiva,más temible cuando más ceremonioso, al padre de laniña salvaje, resuelto a una venganza inverosímil.

    Yo velaba en la crisis de la soledad nocturna. Elretrato de una mujer ideal, única alhaja del aposento,desplegaba mi sobreceño, divertía algunas veces miinquietud.

    Yo lo había conseguido en la subasta de unosmuebles gentiles. El matiz de los cabellos me recordó los de unabeldad grácil, fantasma del olvido. El pincel de un ilusohabía persistido inútilmente en imitarlos.

    Yo me esforzaba en calar el enigma de una disciplinasingular, de un arte secreto, y dibujaba, sin darme cuenta, la cifra decantidades inéditas.

    Me he fatigado hasta el momento de hundirme en unsopor, bajo los dedos de una mano fría de mármol.

    Yo desperté en una sala funeral y larecorrí por entero, sorteando las urnas de piedra. En elzócalo de una imagen de la eternidad, cegada por una venda,acerté con el residuo del veneno de Julieta.

    Yo me había avecindado en un paísremoto, donde corrían libres las auras de los cielos. Recuerdola ventura de los moradores y sus costumbres y sus diversionesinocentes. Habitaban mansiones altas y francas. Se entreteníanen medio del campo, al pie de árboles dispersados, de tallaascendente. Corrían al encuentro de la aurora en naves floridas.

    Se decían dóciles al consejo de susdivinidades, agentes de la naturaleza, y sentían a cada paso losefectos de su presencia invisible. Debían abominar los dictadosdel orgullo e invocarlas, humildes y escrupulosos, en la ocasiónde algún nacimiento.

    Señalaban a la hija de los magnates,olvidados de la invocación ritual, y a su amante, el cazadorinsumiso.

    El joven había imitado las costumbres de lanación vecina. Renegaba el oficio tradicional por los azares dela montería y retaba, fiado en sí mismo, la sañadel bisonte y del lobo.

    Olvidó las gracias de la armada y lastentaciones de la juventud, merced a un sueño desvariado,fantasma de una noche cálida. Perseguía un animalsoberbio, de giba montuosa, de rugidos coléricos, y sobresaltabacon risas y clamores el reposo de una fuente inmaculada. Una mujersalía del seno de las aguas, distinguiéndose apenas delaire límpido.

    El cazador despertó al fijar laatención en la imagen tenue.

    Se retiró de los hombres para dedicarse, sinestorbo, a una meditación extravagante.

    Rastreaba ansiosamente los indicios de una bellezainaudita.

    El país de mi infancia adolecía de unaaridez penitencial.

    Yo sufría el ascendiente de un cielodesvaído y divisaba el perfil de una torre mística.

    Los montes sobrios y de cima recónditapreferían el capuz de noviembre. Las almas de los difuntos,según el pensamiento de una criatura pusilánime, serecataban en su esquivez, seguían las vicisitudes de unrío perplejo y volaban en la brisa del océano.

    Vencíamos el susto de las noches visionariasa través del páramo, en la carroza veloz. Unos juncoslacios interrumpían la fuga de las ruedas y la luna indolentevertía a la redonda el embeleso de sus matices de plata.

    La criatura infantil, objeto de mis cuitas, amaba demodo férvido unas flores balsámicas, de origen sideral,imbuidas en el aire salobre. Vivía suspensa del anuncio de lamuerte y las demandaba para su tumba. Yo he defendido las hojasmontaraces del asalto de las arenas.

    El mar salió de sus límites a cubrirel litoral desventurado. Una sombra muda y transparente dirigióel esquife de mi salud al reino de la aurora, a la felicidadinequívoca. Yo despertaba de unos sueños encantados ypercibía en el aire del aposento los efluvios de la malezafragante.

    El caballero sale de la iglesia a paso largo. Saludacon gentil mesura a las señoras, abreviando ceremonias ycumplimientos. Aprueba sus galas y las declara acordes con la bellezadescaecida.

    Del río, avizor de la mañana y espejode sus luces, sopla un viento alado y correntón. Mece lossauces, y penetra las calles solas, alzando torbellinos de polvo.

    El caballero se retira a su casa desierta. Depone elsombrero y la recorre lentamente, ensimismado en la meditación.Apunta y considera los asomos de la vejez.

    Los suyos se extinguieron en la contemplacióno se perdieron en la aventura. Él mismo llega de ejecutarbizarrías en aguas levantinas. Decanta su juventud fanfarrona enlas urbes y cortes italianas.

    Junta con la devoción una sabiduríaalegre, una sagacidad de caminante, allegada de tantas ocasiones ylances.

    El caballero se sienta a una mesa. Escucha, através de las letras contemporáneas, la voz jocunda delas musas sicilianas. Pone por escrito una historia festiva, dondepersonas de calidad, seguidas de su servidumbre, adoptan, porentretenimiento y en un retiro voluntario, las costumbres de suscampesinos.

    El caballero finge discursos y controversias, dejosy memorias del aula, referentes a la desazón amorosa.

    Administra la ventura y el contratiempo, socorros dela casualidad, y conduce dos fábulas parejas hasta su desenlace,en las bodas simultáneas de amos y criados.

    El almirante de la escuadra pisó el templo.Estaba ajado por las tribulaciones del viaje. Venía a cumplirlos votos enunciados, debajo del peligro, en un mar desconocido.Portaba en la diestra el volumen donde había consignado losportentos de la navegación. Lo puso en manos del sacerdote, aquien abordó modesta y dignamente, previniéndolo con unareverencia. Aquel relato debía inscribirse, a punta de cincel,al pie del ídolo gentilicio, en honor de la ciudadmarítima.

    Las naves aportaban rotas y deshabitadas. Losmarineros escasearon en medio de un mar continuo, cerca del abismo,cabo del mundo.

    Algunos recibieron sepultura nefanda en el seno delas aguas. Muchos perdieron la vida bajo los efluvios de un cielomorboso, y sus almas lamentan el suelo patrio desde una costa ignorada.

    Los supervivientes divisaron, camino del ocaso, elreino de la tarde, islas cercadas de prodigios; y descubrieron elrefugio del sol, labrador fatigado.

    Unos bárbaros capturados en el continente,prácticos de naves desarboladas, contaban maravillas de suvisita a un país cálido, más allá delmiraje vespertino; y aquellos hombres de semblante feroz y ojos grises,criados bajo un sol furtivo, motivaron con sus fábulasinsidiosas el comienzo del retorno.

    Yo estaba proscrito de la vida. Recataba dentro demí un amor reverente, una devoción abnegada, pasionesmacerantes, a la dama cortés, lejana de mi alcance.

    La fatalidad había signado mi frente.

    Yo escapaba a meditar lejos de la ciudad, en mediode ruinas severas, cerca de un mar monótono.

    Allí mismo rondaban, animadas por el dolor,las sombras del pasado.

    Nuestra nación había perecidoresistiendo las correrías de una horda inculta.

    La tradición había vinculado lavictoria en la presencia de la mujer ilustre, superviviente de una razainvicta. Debía acompañarnos espontáneamente, sinconocer su propia importancia.

    La vimos, la vez última, víspera deldesastre, cerca de la playa, envuelta por la rueda turbulenta de lasaves marinas.

    Desde entonces, solamente el olvido puede enmendarel deshonor de la derrota.

    La yerba crece en el campo de batalla, alimentadacon la sangre de los héroes.