Entre aquellos olivares
que Torreblanca domina,
Y ciñen de un lado y otro
El camino de Sevilla,

Por un atajo atraviesa,
Para llegar más de prisa,
Una carretela verde
Con una gran baca encima;

Toda cubierta de barro,
Tableros, muelles y viga,
De barro seco y reciente
Y de tierras muy distintas.

Cuatro andaluces caballos
Que en torno lodo salpican,
En humo y sudor envueltos,
De ella presurosos tiran;

Y del postillón las voces
Con que los nombra y anima,
Del látigo los chasquidos
Que los acosan y hostigan,

El son de los cascabeles,
Y el de las ruedas que giran
Rápidas, tras sí dejando
Dos huellas no interrumpidas,

Forman estruendo confuso,
Y que viene posta avisan
A los carros y arrieros,
Que hacia un lado se desvían.

Dentro de la carretela
Un hombre aun joven, camina,
Que revuelve a todos lados
La desencajada vista.

Es Vargas: alegre torna
De su patria a las delicias,
Después de vagar seis años
Emigrado en otros climas.

Antiguos amigos halla
En cuantos objetos mira,
y en árboles, tapias, lindes,
Dulces memorias antiguas:

Lo pasado y lo presente
Anudando va, y delira
Entre esperanzas risueñas
Y entre ya pasadas dichas.

        * * *

Trastornos, persecuciones,
Desventuras, injusticias,
En sus más floridos años
Lo arrancaron de Sevilla,

Abandonando riquezas,
Honores, nombre y familia,
Y dejándose allí el alma
En el pecho de Jacinta.

Jacinta, encanto y adorno
De toda la Andalucía;
Y por sus luengas pestañas,
Por su apacible sonrisa,

Por los graciosos hoyuelos
Que avaloran sus mejillas,
Por su cuerpo primoroso
Y por sus formas divinas,

Por su gracia y su talento
Y su modestia expresiva,
El hechizo de los hombres,
De las mujeres la envidia.

Diez y seis años contaba
Cuando Vargas ¡alta dicha!
Logró conmover su pecho
Y agitar su alma sencilla;

Al par que el amable joven
Ardió en la pasión más viva,
Al mirar a una doncella
Tan inocente y tan linda.

En sus puros corazones
Creció desde la hora misma,
Y el trato y correspondencia
Acrecentó en pocos días,

Un primer amor de aquellos
Que las estrella combinan,
Amor que de dos personas
El destino fija.

En los lazos de himeneo
A unirse dichosos iban,
Con el aplauso felice
De sus contentas familias,

Cuando se alzó tronadora
La borrasca embravecida,
Que ¡infelices! confundiólos
Del infortunio en la sima.

        * * *

Seis años ¡oh cuan eternos!
Vargas por tierras distintas
Huyó infelice, luchando
Del Destino con las iras,

Sin encontrar de consuelo
Ni de esperanza mezquina,
Un solo sueño de noche,
Un solo rayo de día.

Las extranjeras beldades
Estatuas le parecían;
Las ciudades opulentas
Que el orbe orgulloso admira.

Desiertos… ¡Ay! pero puede
Feliz llamarse en sus cuitas,
Venturoso en su destierro,
Fortunado en sus desdichas.

Creció el amor con la ausencia
En el pecho de Jacinta,
Que la distancia y el tiempo
Al que es verdadero afirman.

De cuando en cuando se cruzan
Papeles que lo acreditan,
Cartas trazadas con llanto,
Cartas con el alma escritas.

Duque de Rivas

Entre Estepona y Marbella,
Una torre fulminada,
Hoy nido de aves marinas,
Y en otro tiempo atalaya,

Corona con sus escombros
Una roca solitaria,
Que se entapiza de espumas,
Cuando las olas la bañan.

A la derecha se extiende
Una humilde y lisa playa,
Cuyas menudas arenas
Humedece la resaca;

Y oculta entre dos ribazos
Forma una escondida cala,
Abrigo de pescadoras
0 contrabandistas barcas.

A este temeroso sitio,
Mientras lento declinaba
A ponerse un sol de otoño
Entre celajes de nácar,

Estando el viento adormido,
La mar blanquecina en calma,
Y sin turbar el silencio
De las voladoras auras,

Sino el grito de un milano
Que los espacios cruzaba,
Y los de dos gaviotas,
Cuyo tálamo era el agua,

La divina Rosalía,
La hermosa de la comarca,
Fugitiva y anhelante
Llegó, sudosa y turbada.

        * * *

Su gentil cabeza y hombros
Cubre un pañolón de grana,
Dejando ver negras trenzas,
Que un peine de concha enlaza;

Y de seda una toquilla,
Azul, rosa, verde y blanca,
Que las formas virginales
Del seno dibuja y guarda.

Su gallardo cuerpo adorna
De muselina enramada
Un vestido; con la diestra
Recoge la undosa falda,

Y el pie, primoroso y breve,
Que apenas su huella estampa
En la movediza arena,
Más limpio desembaraza.

Bajo el brazo izquierdo tiene
Un envoltorio de nada,
Cubierto con un pañuelo,
Do el jalde y rojo resaltan.

¡Inocente Rosalía!
¿Qué busca allí?… ¡Temeraria!
¡Cuál su semblante divino,
Lleno de vida y de gracia,

Desencajado se muestra!…
¡Qué palidez!… ¡Qué miradas!…
Está haciendo, bien se advierte,
Un grande esfuerzo su alma.

Sí, los ojos brilladores,
Los ojos que tienen fama
En toda la Andalucía,
por su fuego y sus pestañas,

En el peñón, que lejano
Apenas se dibujaba
Entre la neblina (seña
De mudarse el tiempo), clava.

Dos lágrimas relucientes
Sus mejillas deslustradas
Queman, un hondo suspiro
Del pecho oprimido arranca.

Queda suspensa un momento:
Luego de pronto la cara
Vuelve a Estepona, temblando:
Juzga que una voz la llama.

Y la llama, es cierto… ¡Ay triste!
Mas ¿qué importa? Otra, más alta,
Más fuerte, más poderosa,
Desde Gibraltar la arrastra.

        * * *

En el peñasco asentóse,
De la humilde torre basa;
Miró en torno, y de su seno
Sacó y repasó esta carta:

«Si, mi bien; sin ti la vida
Me es insoportable carga;
Resuélvete, y no abandones
A quien ciego te idolatra.

»Contigo nada me asusta,
Sin ti todo me acorbada;
Mi destino está en tus manos:
Ten resolución, y basta.

»Resolución, Rosalía,
Cúmpleme, pues, tus palabras:
No tendrás que arrepentirte,
Te lo juro con el alma.

»En cuando venga la noche,
Volveré sin más tardanza
Al sitio aquel que tú sabes,
En una segura lancha.

»Espérame, vida mía:
Si no te encuentro, si faltas,
Ten como cierta mi muerte.
Corro al momento a la plaza

»De Estepona, allí pregono
Mi proscripto nombre, y paga
De mi amor será un cadalso
Delante de tus ventanas».

Se estremeció Rosalía,
No leyó más, y borraban
Sus lágrimas abundantes
Las letras de aquella carta.

Llévala a los labios fríos,
La estrecha al seno con ansia,
Mira al cielo, «Estoy resuelta»,
Dice, y se consterna y calla.

        * * *

Torna al peñón (que parece
Una colosal fantasma
Con un turbante de nubes,
De nieblas con una faja)

La vista otra vez. La extiende
Por la mar, que muerta y llana,
Fundido oro se diría
Del sol poniente en la fragua.

Juzga ver un negro punto
Que se mueve a gran distancia:
Ya se muestra, ya se esconde.
¿Será?… ¡oh Dios!… ¿Será?… Laescasa

Luz del crepúsculo todo
Lo confunde, borra y tapa.
Con los ojos Rosalía
Los resplandores, que aun marcan

La línea del horizonte,
Sigue. Una nube la espanta,
Que por el Sur aparece,
Obscura y encapotada;

Y aun más el ver acercarse
Por allí dos velas blancas,
Cuyas puntas ilumina
Del sol, ya puesto, la llama.

Duque de Rivas

Está en la plaza Mayor
Todo Madrid celebrando
Con un festejo los días
De su rey Felipe cuarto.

Este ocupa, con la Reina
Y los jefes de palacio,
El regio balcón, vestido
De tapices y brocados.

En los otros, que hermosean
Reposteros y damascos,
Los grandes con sus señoras,
Y los nobles cortesanos,

Ostentan soberbias galas,
Terciopelos y penachos;
Las damas y caballeros
Llenan los segundos altos,

Y de fiesta gran gentío
Los barandales y andamios,
Jardín do a impulsos del viento
Ondean colores varios.

Ante la Panadería,
Del balcón del Rey debajo,
Y de espalda a la barrera
En la arena del estadio,

La guardia tudesca en ala,
Parece un muro de paño
Rojo y jalde, con cornisa
Hecha de rostros humanos,

Sobre la cual vuelan plumas
En lugar de Jaramagos,
Y brillan las alabardas
Heridas del sol de Mayo.

Los alguaciles de corte,
Con sus varas en la mano,
A la jineta en rocines,
Están en fila a los lados.

El Rey, la Reina, los grandes,
Las damas, los cortesanos,
Los tudescos y alguaciles,
El inmenso pueblo, y cuantos

En la plaza están, los ojos
Tornan de Toledo, al arco,
Por cuya barrera asoma
Un caballero a caballo.

Vese en medio de la arena,
Furia y humo respirando,
Los ojos como dos brasas,
Los cuernos ensangrentados,

Con la pezuña esparciendo
Ardiente polvo, el más bravo
Retinto, a quien dió Jarama
Hierba encantada en sus campos.

Aun no estrenó la almohadilla
De su cuello erguido y alto
Hierro alguno, ni ha embestido
Una sola vez en vano.

Entre capas desgarradas
Y moribundos caballos,
Se ostenta como el guerrero
Que se corona de lauro,

Entre rendidos pendones,
Sobre muros derribados;
Del genio del exterminio
Parece emblema y retrato.

        * * *

En un tordillo fogoso,
De africana yegua parto,
Que de alba espuma salpica
El pretal, el pecho y brazos,

Que desdeñoso la tierra
Hiere a compás con los cascos,
Que una purpúrea gualdrapa
Con primorosos recamos,

De felpa y ante la silla,
En el testero un penacho,
La cabezada y rendaje
De oro y seda roja, y lazos

En el codón y en las crines
Soberbio ostenta y ufano,
A combatir con el toro
Sale aquel señor gallardo.

Viste una capa y ropilla
De terciopelo más blanco
Que la nieve, de oro y perlas,
Trencillas y pasamanos;

Las cuchilladas, aforros,
Vueltas y faja de raso
Carmesí, calzas de punto,
Borceguíes datilados,

Valona y puños de encaje;
Esparcen reflejos claros
En su pecho los rubíes
De la cruz de Santiago.

Un sombrero con cintillo
De diamantes, sujetando
Seis blancas gentiles plumas,
Corona su noble garbo.

Con la izquierda rige el freno,
En la diestra lleva en alto
Un pequeño rejoncillo
Con la cuchilla de a palmo.

Acompáñanle dos pajes,
A pie, de uno y otro lado;
Y llevan las rojas capas
Prontas al lance en la mano:

Síguenle sus escuderos
Y un gran tropel de lacayos,
Los que, por respeto al toro,
Se van haciendo rehacios,

        * * *

Puesto en medio de la plaza
Personaje tan bizarro,
Saluda al Rey y a la Reina
Con gentil desembarazo.

Aquél, serio, corresponde;
Ésta muestra sobresalto,
Mientras el concurso inmenso
Prorrumpe en vivas y aplausos.

Era el gran Don Juan de Tassis,
Caballero cortesano,
Conde de Villamediana,
De Madrid y España encanto

Por su esclarecido ingenio,
Por su generoso trato,
Por su gallarda presencia,
Por su discreción y fausto.

Gran favor se le supone,
Aunque secreto, en palacio,
Pues susurran malas lenguas
Pero mejor es dejarlo.

De todos y todas dicen,
Y es poner puertas al campo
Querer de los maliciosos
Sellar los ojos y labios.

        * * *

Valiente, Villamediana,
Cortas las riendas, y bajo
Del rejoncillo el acero,
Vase al toro paso a paso.

Éste cabecea, bufa,
La tierra escarba marrajo,
Y espera instante oportuno
En que partir como el rayo.

El paje de la derecha,
Con grande soltura y garbo,
A la fiera irrita y llama,
La capa ante ella ondeando.

Embiste, pues; el jinete
Tuerce el bridón, de soslayo
Pasa el toro, el otro paje
Con la capa hace un engaño,

Y lo revuelve, y de nuevo
Lo para. Determinado
Le hostiga de frente el Conde;
Torna a embestir, rebramando,

El jarameño; parece
Que el caballero y caballo
Van a volar a las nubes,
Cuando de la fiera intactos

En primorosas corvetas
Se separan, y con saltos.
Un punto el toro vacila
Bramido ronco lanzando,

Y desplomase en la tierra,
Haciendo de sangre un lago
Con el torrente que brota
Por la cerviz, do, clavado,

Medio rejón aparece,
Que el otro medio en la mano
Del noble y valiente Conde
Va al concurso saludando.

Por balcones y barandas,
Vallas, barreras y andamios,
Formando una riza nube,
Ondean pañuelos blancos,

Y «¡Viva!» el pueblo repite,
Y los caballeros «¡Bravo!»
Y «¡Qué galán!» las mujeres,
Haciendo lenguas las manos.

La Reina, que, sin aliento,
Los ojos desencajados
En jinete y toro tuvo,
Vuelve, ansiosa, respirando;

«¡Qué bien pica el Conde!», dice,
Y «Muy bien», los cortesanos
Repiten. El Rey responde:
«Bien pica, pero muy alto».

Y en el rostro de la Reina
Clavó los ojos un rato.
Ésta demudóse, y todos
Los señores de palacio,

En quienes opinión propia
Fuera un peregrino hallazgo,
Repitieron, no sabiendo
Lo que decían acaso,

Y de entrambas majestades
Queriendo seguir el rastro:
«Pica muy bien; mas debiera
Haber picado más bajo».

Dos toros más se corrieron,
En que caballeros varios
Con gala y con valentía
Gran destreza demostraron;

Mas es pretender lucirlo
Después del Conde gallardo,
Exceso del amor propio,
Cuyos esfuerzos son vanos.

Ser en punto mediodía
Las campanas avisaron
De Santa Cruz en la torre.
En su carroza, a palacio

Retiráronse los Reyes,
Tras ellos los cortesanos,
Y aquel inmenso gentío,
La plaza desocupando,

Se apiñó en arcos y puertas,
Haciendo un todo compacto,
Que por las primeras calles
Rompió, que luego en pedazos

Por otras más dividióse,
Después en grupos, que al cabo
Reducidos a familias,
Muy pronto se dispersaron.

Tal vez así se desagua
Un artificial pantano,
Cuando se abren las compuertas
Del malecón, y apretados

Torrentes por ellas salen,
Que luego en arroyos varios
Se dividen, y se pierden,
Finalmente, por los campos.

Duque de Rivas

En la ruta de Portillo
Y en las márgenes del Duero,
Hubo (aun escombros lo dicen)
Una venta en otro tiempo.

A su puerta una mañana
Estaba sentado un lego
De San Francisco, tres mulas
De los ronzales teniendo.

De la venta en la cocina
Se hallaban dos reverendos,
De una sartén apurando
Magras con tomate y huevos.

De maestresala servía,
Sin caperuza, el ventero,
Que solícito llenaba
Las tazas del vino añejo.

Era el uno el padre Espina,
Predicador del convento
Del Abrojo; el otro un fraile
Anciano, de ciencia y peso.

        * * *

Aunque con buen apetito,
Mustios ambos y en silencio
Se mostraban, cuando el huésped
Les habló así con respeto:

«¿Es verdad, benditos padres,
Que el Condestable está preso?…
Anoche dió esta noticia,
Que nos pasmó, un caballero».

Contestóle el religioso:
«Pues no os engañó, que es cierto»
—Y continuó el padre Espina—.
«Sí, desengaños son éstos

»Que avisan a los mortales
De que son perecederos
Los bienes que nos da el mundo,
Y su grandeza embeleco».

El villano, sin turbarse,
Le cortó el sermón diciendo:
«Y también de que castiga
Sin palo ni piedra el cielo.

»Aun está fresca la sangre
De Alonso López Vivero.
Yo estaba al pie de la torre
Cuando el Condestable mesmo

»Lo arrojó de ella; y he visto
De oro las cargas a cientos
Entrar allá en su palacio.
Dicen también, y lo creo,

«Que hechizado al Rey tenía,
Y aun añaden…» «No debemos
—Dijo grave el religioso—
Dar a hablilla tal acceso».

        * * *

La ventera, que hasta entones
Se estuvo callada al fuego,
Con la mano en la mejilla
Mostrando gran sentimiento,

Y que era, aunque no muy verde,
Fresca y limpia con extremo,
Abultada de pehera
Y con grandes ojos negros,

Saltó súbita: «Envidiosos,
Que no sirven, ni por pienso,
Para descalzarle, han sido
Los que en trance tal le han puesto».

Díjole el marido: «Calla».
Y ella respondió: «No quiero…
¡Qué señor tan llano!… ¡Parte
El corazón!…. Mes y medio

»Hace que le vimos todos
Tan galán, en el festejo
Que se celebró en la plaza
De Valladolid… ¡Qué diestro!

»¡Qué valiente! ¡Qué gallardo!
Fue el único del torneo».
«Calla», con cólera grande
Volvió a decir el ventero;

Y ella, en vez de obedecerle,
A continuar: «¡Qué discreto!
El oírle daba gusto…
Alfonso López Vivero

Era un vil, que lo vendía…»
«Calla», repitió de nuevo
Más airado el hombre; y ella:
«No me da la gana: cierto

»Es cuanto digo… El tesoro
lo ganó en la guerra, o premio
Es que el Rey le ha dado en paga
De servicios que le ha hecho.

»La Reina y los ricoshombres,
Revoltosos y soberbios…»
«Maldita tu lengua sea
—Clamó furioso el ventero—

»Tú, porque allá te criaste
En su palacio, y… ¡yo necio!»
Y ella prosiguió llorando:
«La tonta fui yo, mostrenco».

Iban en el matrimonio
A poner paz y concierto
Los padres, cuando, «Ya llegan»,
Gritó desde fuera el lego;

Y dejando a los esposos,
Que sin duda prosiguiendo
La disputa, la acabaron
A puñadas, según temo,

Fuéronse a la puerta al punto,
Sobre sus mulas subieron,
Y aquella venta dejaron
Hecha un abreviado infierno.

Duque de Rivas

Magnifico es el Alcázar
Con que se ilustra Sevilla,
Deliciosos sus jardines,
Su excelsa portada rica.

De maderos entallados
En mil labores prolijas,
Se levanta el frontispicio
De resaltadas cornisas;

Y hay en ellas un letrero
Donde, con letras antiguas,
Don Pedro hizo estos palacios
Esculpido se divisa.

Mal dicen en sus salones
Las modernas fruslerías;
Mal en sus soberbios patios
Gente sin barba y ropilla.

¡Cuántas apacibles tardes,
En la grata compañía
De chistosos sevillanos
Y de sevillanas lindas,

Recorrí aquellos verjeles,
En cuya entrada se miran
Gigantes de arrayán hechos
Con actitudes distintas!

Las adelfas y naranjos
Forman calles extendidas,
Y un oscuro laberinto
Que a los hurtos de amor brinda.

Hay en tierra surtidores
Escondidos; se inprovisan,
Saltando entre los mosaicos
De pintadas piedrecillas.

Y a los forasteros mojan,
Con algazara y con risa
De los que, ya escarmentados,
El chasco pesado evitan.

        * * *

En las tardes del estío,
Cuando al ocaso declina
El sol entre leves nubes,
Que de oro y grana matiza;

Aquel trasparente cielo
Con ráfagas purpurinas,
Cortado por un celaje
Que el céfiro manso riza;

Aquella atmósfera ardiente
En que fuego se respira,
¡Qué languidez dan al cuerpo!
¡Qué temple al alma divina!

De los baños, tan famosos
Por quien los gozó, la vista,
La del soberbio edificio,
Obra gótica y morisca,

Tétrico en partes, en partes
Alegre, y en el que indican
Los dominios diferentes,
Ya reparos, ya ruinas;

Con recuerdos y memorias
De las edades antiguas
Y de los modernos años,
Embargan la fantasía.

El azahar y los jazmines,
Que si los ojos hechizan,
Embalsaman el ambiente
Con los aromas que espiran;

De las fuentes el mumurio,
La, lejana gritería,
Que de la ciudad, del río,
De la alameda, contigua

De Trina y de la puente
Confusa llega perdida,
Con el son de las campanas
Que en la alta Giralda vibran,

Forman un todo encantado,
Que nunca jamás se olvida,
Y que, al recordarlo, siempre
Mi alma, y corazón palpitan.

        * * *

Muchas de1iciosas noches,
Cuando aun ardiente latía
Mi ya helado pecho, alegres,
De concurrencia escogida,

Vi aquellos salones llenas,
Y a la juventud, cuadrillas
O contradanzas bailando
Al son de orquestas festivas.

En !as doradas techumbres
Los pasos, la charla y risas
De las parejas gallardas,
Por amor tal vez unidas,

Con el son de los violines
Confundidos se extendían,
Acordes ecos hallando
Por las esmaltadas cimbrias.

Mas ¡ay! aquellos pensiles
No he pisado un solo día,
Sin ver (¡sueños de mi mente!)
La sombra, de la Padilla,

Lanzando un hondo gemido,
Cruzar leve ante mi vista,
Como un vapor, como un humo,
Que entre los árboles gira;

Ni entré en aquellos salones,
Sin figurárseme erguida,
Del fundador la fantasma
En helada sangre tinta

Ni en el vestíbulo obscuro,
El que tiene en la cornisa
De los reyes los retratos,
El que en columnas estriba,

Al que adornan azulejos
Abajo, y esmalte arriba,
El que muestra en cada muro
Un rico balcón, y encima

El hondo artesón dorado,
Que lo corona y atrista,
Sin ver en tierra un cadáver.
Aun en las losas se mira

Una tenaz mancha obscura…
¡Ni las edades la limpian!…
¡Sangre! ¡Sangre!… ¡Oh cielos, cuántos
Sin saber lo que es la pisan!

Duque de Rivas

ROMANCE PRIMERO
  EL ESPAÑOL Y EL FRANCÉS

«Mosén Beltrán, si sois noble,
Doleos de mi señor,
Y deba corona y vida
A un caballero cual vos.

»Ponedlo en cobro esta noche,
Así el cielo os dé favor;
Salvad a un Rey desdichado
Que una batalla perdió.

»Yo con la mano en mi espada,
Y la mente puesta en Dios,
En su real nombre os ofrezco,
Y ved que os lo ofrezco yo,

»En perpetuo señorío
La cumplida, donación
De Soria y de Monteagudo,
De Almansa, Atienza y Serón.

»Y a más doscientas mil doblas
De oro, de ley superior,
Con el cuño de Castilla,
Con el sello de León,

»Para que paguéis la hueste
De allende que está con vos,
Y con que fundéis estado
Donde más os venga en pro.

»Socorred al Rey Don Pedro
Que es legítimo, otro no;
Coronad vuestras proezas
Con tan generosa acción».

        * * *

Así cuando en Occidente,
Tras siniestro nubarrón,
Un anochecer de Marzo
Su lumbre ocultaba el sol,

Al pie del triste castillo
De Montiel, donde el pendón
Vencido del rey Don Pedro,
Aun daba a España pavor,

Men Rodríguez de Sanabria
Con Beltrán Claquín habló,
Y éste le dió por respuesta
Con francesa lengua y voz:

«Castellano caballero,
Pues hidalgo os hizo Dios,
Considerad que vasallo
Del Rey de Francia soy yo,

»Y que de él es enemigo
Don Pedro vuestro señor,
Pues en liga con ingleses
Le mueve guerra feroz.

»Considerad que sirviendo
Al infante Enrique estó,
Que le juré pleitesía,
Que gajes me da y ración.

»Mas ya que por caballero
Venís a buscarme vos,
Consultaré con los míos
Si os puedo servir o no.

»Y como ellos me aconsejen
Que dé a Don Pedro favor,
Y que sin menguar mi honra
Puedo guarecerle yo,

»En siendo la medianoche
Pondré un luciente farol
Delante de la mi tienda
Y encima de mi pendón.

»Si lo veis, luego veníos
Vuestro rey Don Pedro y vos
En sendos caballos, solos,
Sin armas y sin temor».

Dijo el francés, y a su campo
Sin despedirse tornó,
Y en silencio hacia el castillo
Retiróse el español.

Duque de Rivas