Vengo creyendo en la pasión onírica
como un tierno regalo de las hadas.
Me han dicho: Usted escriba de lo real.
Yo nunca le hice caso a los dogmáticos.
Le hice caso a mis sueños más rebeldes;
es decir, le hice caso a mis insomnios.

David Escobar Galindo

            III

Húndete en la ceniza, perra de hielo,
Que te trague la noche, que te corrompa
La oscuridad; nosotros, hombres de lágrimas,
Maldecimos tu paso por nuestras horas.

Más que las sombras francas, como las minas
De un campo abandonado, furia alevosa;
La luz no te conoce, por eso estamos
Doblemente ofendidos de lo que escombras.

Por la sangre en el viento, no entre las venas,
Donde nazcas, violencia, maldita seas.

Caminamos desnudos hacia el destino,
Nos juntamos en valles de ardiente idioma
Y si la estrella olvida su edad sin mancha,
Si el fuego se abalanza con sed inhóspita,
Si el rencor enarbola ciegas repúblicas,
Cómo hablarán los días de justas formas.

¡Ah silencio infranqueable de los violentos,
nunca seremos altos si nos dominas,
nunca seremos dignos del aire inmune,
nunca seremos ojos llenos de vida,
sino que en lava inmunda vegetaremos,
entre un sol de gusanos que se descuelgan,
mientras la sangre brota de mil espejos,
oscureciendo el agua con sangre muerta.

Por la sangre en el agua, no entre las venas,
Donde nazcas, violencia, maldita seas.

No, no intentes doblarnos sobre otro polvo,
No sacudas las hojas de nuestras puertas,
Te lanzamos, hirviente, todo lo vivo,
Todo lo humano y puro que nos preserva.

No, no confundiéramos savia y vinagre;
Los ojos se te pudran, te ahogue el humo,
Las ciudades se cierren igual que flores
Inviolables al solo recuerdo tuyo.

Roja peste, violencia, nada ni nadie
Será habitante claro donde tú reines;
Desdichada agonía del hombre falso,
Húndete en la ceniza, sorda serpiente.

Las espaldas, los pechos te den la espalda;
Cierren tu paso frentes, ojos, ideas.
Es tiempo de sonidos que instalen música.
No, no asomes tu río de manos negras.

Por la sangre en el polvo, no entre las venas,
Donde nazcas, violencia, maldita seas.

Ah si el violento asume la ley del aire,
Si aprieta en hierro impuro vidas y haciendas,
Si desala sus pozos de hambre sin dueño,
Si desenfunda el cáncer de su inconsciencia.

Por el mundo, qué huida de espesos pájaros,
Qué castillo de savias que se derrumban;
En el río revuelto, redes sin nombre,
Y en la tierra apagada fieras que triunfan.

¡Pero no! Estamos hechos de sangre viva,
y de huesos más hondos que el desatino;
no hay vigilias que rompan alma de humanos,
ni cinceles, ni látigos, ni colmillos.

Húndete en la ceniza, perra de hielo,
Que te trague la noche que te procrea;
Por la sangre en el viento, no en su recinto,
Dondequiera que nazcas, ah dondequiera,
Sin descanso de estirpes, años y mares,
Sin descanso, violencia, maldita seas.

David Escobar Galindo

No hay para qué llamar, porque está franca
la puerta principal, de anciano cedro.
Hace un leve chirrido
al entreabrirse, a modo del lamento
de la seda graciosa que se rasga
por el imperio de las manos diestras.
Y de manos a boca está el vestíbulo
donde se alza un oscuro paragüero
de madera pulida,
frente al que un gran espejo veneciano
va guardando la historia
del día —cada día—,
que en oblicuo lenguaje de reflejos
le cuenta el tragaluz.
Una hermosísima
sala de muebles blancos, impecables,
parece estar dispuesta
para la fiel visita de la tarde,
de seguro apacible y numerosa,
aunque al ver ese espacio tan armónico
uno presiente que alguien
vendrá con la inquietud a flor del ánima,
y acaso en algún gesto sin mesura
peligren las esbeltas porcelanas,
que están por eso en sitios resguardados,
como al amparo de los imprudentes.

En contraste sutil
con el temor del hielo quebradizo,
se reparten los búcaros repletos,
sobre todo los nidos de jazmines,
de los que sube el vuelo del aroma
con timidez de pájaro extasiado.

Adentro tiemblan ruidos
de premura doméstica,
algún roce instantáneo de cristales,
una curiosa animación de lozas,
como si dedos finos aprestaran
los ofertorios del café o del vino,
según el temple de los allegados
y la tranquila veleidad del tiempo.
La luz es tenue, huraña,
repetida en cornisas y rincones,
para que se diluya entre los rostros
una gasa foliar, discreta y mágica.
Al fondo, tras la puerta transparente,
puede verse la pérgola arreglada
con un esmero de jardín nostálgico,
y más allá, la nitidez del campo
bordeado de cipreses,
altos como los negros campaniles
de una ciudad perdida en la memoria.

En el clima interior todo reposa,
como si el aire apenas recordara
que es fluido respetable;
pero al sentir la paz del hondo aliento
que adormece los pulsos de la sangre,
casi se escucha un giro de vilanos
en torno a la agonía del silencio.

Se puede entrar, entonces,
sin que se oigan los pasos.
Está abierta
la puerta, suave y sólida.
Algo impulsa hacia adentro, aunque algo frene
ese impulso sensible y poderoso.
Y es natural que haya un pavor inerme
al trasponer la línea del umbral.
Porque es antigua casa es el Olvido.

David Escobar Galindo

Vivimos en la violencia verde, disfrazada,
como tranquilos visitantes de un pueblo
sujeto en el primer hervor del desafío;
dignatarios sin plumas se pierden en las páginas;
encomenderos, comerciantes, jueces,
plenamente juiciosos, nos ahogan el juicio;
por las veredas del país, las sombras
son verdes y encendidas también, huelen a piedra,
como nosotros, seres de ciudad, clandestinos
merodeadores del presentimiento,
porque con cada día que pasa, cada día,
se agrega un rayo más al ambiente colmado,
y hasta los chupamieles arden como pañuelos ofendidos.
Nuestra profundidad es solitaria:
cada quien con su duda y con su nombre
buscando —a cualquier hora— algún predio baldío,
y arriba el cielo intensamente impúdico,
azul y negro y rojo, como si los papeles
estuvieran cambiados, y la tormenta fuera tierra firme,
la pradera del sol tan trillado y rendido.
¿Cómo se expresará toda esta fuerza acumulada
y acumulándose hasta a través del estremecimiento
de la pluma y del pulso con que escribo?
Vamos hacia otra herencia, con el ruido social
de símbolo, derrumbe y sal intacta:
en esta contenida marea de penurias y de lujos vivimos.

David Escobar Galindo

Cierro los ojos para ver la luz
que sobrevive al íntimo terror
de disolverse en la total conciencia;
y hay primero una ráfaga difusa,
una explosión serena y ambarina
que tiembla como el fluido de los sueños
en la frontera de la madrugada.

Doy un paso, y la frágil claridad
se abre como llamándome,
como invitándome a su intimidad
aterradora y dulce:
es una sensación desesperada
y sosegada al mismo tiempo,
el inicio quizás
de la aventura del entendimiento,
pero no por la sed de la razón
sino por la fragancia deliciosa
del ser y el olvidar entrelazados.

¡Yo he soñado esta gracia tantas veces,
y sin embargo siento
la torpeza descalza del primate
que comprende el milagro de la flor,
después de estar en vela por milenios!
Es una fantasía tan fecunda
que por los poros me gotea música,
y soy de pronto un semidiós perlado
en una mutación arrolladora
que desgasta los genes como fósforos
y alumbra las estancias más profundas,
esas que el pensamiento
se figuró vacías,
o a lo más ocupadas por fantasmas.

Y no: el jardín existe,
el paraíso es un temblor que habita
las voluptuosidades más anónimas;
y la verdad difusa del anhelo,
sentido humanamente hasta la médula,
transforma al pensador en habitante
de su cielo enterrado y sin memoria.
Y de su indefensión que se confiesa
en el orgullo de la vida impune,
de ese brillo de espuma
que congrega en los ojos
la marejada ausente de la sangre,
va abriéndose un espacio
de pájaros que vuelan sin descanso
en la embriaguez de la nocturnidad,
de muchachas desnudas que se enredan
en sus velos sangrantes,
de nubes que se bañan en el fuego
y liberan los aires ateridos.

¡Y esa es la tierra oculta
por la luz terminal de la palabra,
el sitio en que el jilguero
derrama en una gota
de alucinada muerte
mi corazón eterno y sin salida!
Esa es la fantasía planetaria
a la que volveré una y cien veces,
mientras alumbren en la luz secreta
los maduros jazmines
del amor inminente
en un ciego perfume inagotable.

David Escobar Galindo

Yo no soy Pedro,
Juan,
ni Segismundo.

Yo no soy pura sangre,
ni mestizo,
ni natural del valle o de la estepa.

Mi pensamiento es un pequeño mundo.
Un mundo de orfandad de pura cepa.

Vine de no sé dónde,
un día en que unas manos
se estrecharon a medias.

Y tú —poesía, viento—
ni lo haces más atroz,
ni lo remedias.

Yo no soy Gran Collar,
ni estoy triste,
ni creo en la derrota.

Admiro el rostro inmenso del océano,
pero prefiero el brillo
de una gota.

Me gusta la verdad de los que esperan,
y el amor
hecho vida.

Y creo en el retorno de los tiempos,
en otra dimensión
desconocida.

Recuerdo vagamente algunos signos,
algún destello de mitología,
alguna forma gris de echar la suerte.

Y no le tengo miedo a lo que venga:
ni al ojo solapado de la vida,
ni al párpado sincero de la muerte.

o no soy la bandera,
ni el perdón,
ni el cayado.

No soy el que descubre,
ni el que salva
o reclama ser salvado.

Yo no soy Pedro,
Juan,
ni Segismundo.

Yo soy un soplo de aire.
Un sonido que pasa.
El sonido fugaz de un milagro profundo.

pues soy más que la carne misteriosa
en que alguien —una vez—
me trajo al mundo.

David Escobar Galindo

Suena el tren en la noche
—¿llamando a quién, a quiénes?—,
el tren abajo, en los cañaverales,
como una larga serie de pañuelos llorados;
y su llamar se junta al fuego de los perros,
sofocando las luces pequeñas y amarillas,
llamándonos, llamándonos,
porque nosotros, madre, nos iremos en él,
con la canasta virgen y la hermanita enferma
y un envoltorio de pañales
como dormidas mariposas,
y el tren no espera, no, no espera nunca,
y por eso corremos entre el polvo nocturno
como fieles y nítidas luciérnagas…

David Escobar Galindo

               Despréndese la noche
               desde su astro más solo,
y cae sobre el miedo de los techos quebrados.
Noche de las esencias como espíritus de aire,
que beben en los ojos abiertos de las bestias.

Se despierta la noche, caída sobre el llano.
Grita por el sonámbulo parado en la ventana.
Pero el silencio es uno: su inocencia mayor
cierra un abrazo de agua bebida o anhelada.

              Todos duermen: los pobres,
               los ricos, los ausentes,
los árboles de grueso perfume abandonado,
y hasta la piedra sorda con que la casa irrumpe
en el polvo blanquísimo, soledad muerta en vida,
y hasta donde comienza la luz dueña del humo,
ánima respirable de los seres dormidos.

               Igual  que la epidemia
               que agiganta los ojos,
               este sabor deshecho
               de la armonía que habla
               va siendo una gemela
               libertad en la sangre
una manera grávida de aprender el sonido
porque tantas personas anónimas confluyen
a una sola medida de temblor en el tiempo:
el pensador recorre cada sombra derruida,
penetra en los armarios y en los aparadores,
sopla sobre el ahogo de las ropas usadas,
pone ceniza de oro en la boca de un niño.

Estado de pureza granítica es el aire,
velocidad de seres humanos sin conciencia
de su heroísmo lento como el sol sin pestañas,
               y en ese espacio escribe
               mi mano este rescoldo:
               la personificada
               tortura del espíritu…

Ya los antepasados revuelan por la noche,
con sus máscaras de agua silbante y vanidosa;
en la quietud del campo se rebela un candil,
prende fuego a las nubes de insectos espaciales.
Rompe un sol inocente su huevo prematuro:
              ha caído otra lluvia
              de sal sobre esta página.

David Escobar Galindo

    46

Cuadro impecable:
naturaleza muerta,
memoria viva.

    54

Fórmula mágica
respirar el silencio
bajo la sábana.

    57

Ventana abierta.
—Y el aire aún tratando
de abrir la puerta.

    73

Sólo un instante
se encuentra la palabra
con su habitante.

    212

Mapa de hormigas
en la espalda del árbol.
¿Será otra América?

    229

Por si alguien duda,
la alborada —que es virgen—
llega desnuda.

    230

El mar en pena
borra lo que está escrito
sobre la arena.

David Escobar Galindo

¡Belleza, flor de sueño, al fin alientas
después de tanto espanto y tanto llanto!
Porque también tu gracia puede tanto,
Tanto más que el crujir de las afrentas.

Después de la dolencia del espanto,
Cómo surgen tus músicas sedientas:
Surtidores que ayer fueron tormentas
Murmullos que mañana serán canto.

Se escondió tu vigilia donde pudo,
Durmió entre los escombros hecha un nudo,
Se ocultó en un rincón de la cornisa.

Pero ha venido el tiempo del sosiego.
¡Y tú, belleza, manantial de fuego,
renaces otra vez de la ceniza!

David Escobar Galindo