El sol a la mitad de su carrera
rueda entre rojas nubes escondido;
contra las rocas la oleada fiera
rompe el Leucadio mar embravecido.

Safo aparece en la escarpada orilla,
triste corona funeral ciñendo:
fuego en sus ojos sobrehumano brilla,
el asombroso espacio audaz midiendo.

Los brazos tiende, en lúgubre gemido
misteriosas palabras murmurando;
y el cuerpo de las rocas desprendido
«Faón» dice, a los aires entregando.

Giró un punto en el éter vacilante;
luego en las aguas se desploma y hunde:
el eco entre las olas fluctuante
el sonido tristísimo difunde.

Carolina Coronado

La estrella, el signo… ¡Ideal!
el Hado infausto… locura;
que para todo mortal
propicia, fácil, igual
en el mundo es la ventura.

Para el monarca opulento,
para el mendigo indigente
tiene la vida igualmente
un oportuno momento
de sonrisa complaciente.

No es la fortuna obtener
ese atributo del ser
que jamás faltó a ninguno:
la buena estrella es saber
asegurar cada uno
su fugitivo placer.

Fruto es la felicidad
para gustarle en sazón;
quien malogra la ocasión,
culpa la casualidad,
y llama a su imprevisión
destino, fatalidad.

Unos su influjo sintieron
porque su influjo estimaron,
otros de cerca la vieron,
y su favor desdeñaron
porque no la conocieron.

Y aunque en el mundo tú así
alumbras, felicidad,
sol de muchos, yo ¡ay de mí!
los rayos no percibí
de tu hermosa claridad.

Tal vez a mi lado estabas
cuando de tu lado huía;
tal vez tierna me buscabas
y amorosa me llamabas
cuando tu voz no entendía.

¡Cuán costoso es el saber,
cuán costoso el aprender
lo que debemos buscar,
y cuán fácil olvidar
lo que debemos temer!

¡Y cuán tarde el desengaño
de nuestros errores vemos!
Error que al fin conocemos
para sentir más el daño
que reparar no podemos.

Mas daños al más novicio
corazón han de tocar;
pero es risible artificio
a nuestras culpas llamar
hado adverso ni propicio.

Carolina Coronado

Emilio, mi canto cesa;
falta a mi numen aliento.
Cuando aspira todo el viento
que circula en su fanal,
el insecto que aprisionas
en su cóncavo perece
si aire nuevo no aparece
bajo el cerrado cristal.

Celebré de mis campiñas
las flores que allí brotaron
y las aves que pasaron
y los arroyos que hallé,
mas de arroyos, flores y aves
fatigado el pensamiento
en mi prisión sin aliento
como el insecto quedé.

¿Y qué mucho cuando un hora
basta al pájaro de vuelo
para cruzar  todo el cielo
que mi horizonte cubrió?;
¿qué mucho que necesite
ver otra tierra más bella
si no ha visto sino aquella
que de cuna le sirvió?

Agoté como la abeja
de estos campos los primores
y he menester nuevas flores
donde perfumes libar,
o, cual la abeja en su celda,
en mi mente la poesía
ni una gota de ambrosía
a la colmena ha de dar.

No anhela tierra el que ha visto
lo más bello que atesora,
ni la desea el que ignora
si hay otra tierra que ver:
mas de entrambos yo no tengo
la ignorancia ni la ciencia,
y del mundo la existencia
comprendo sin conocer.

Sé que entre cien maravillas
el más caudaloso río
gota leve de rocío
es en el seno del mar:
y que en nave, cual montaña,
que mi horizonte domina
logra la gente marina
por esa región cruzar.

Mas ¡por Dios! que fue conmigo
tan escasa la fortuna
que el pato de la laguna
vi por sola embarcación:
¿qué me importa el Océano
y cuantos ámbitos cierra?
¡Sólo para mí en la tierra
hay diez millas de creación!

Mar, ciudades, campos bellos
velados ¡ay! a mis ojos;
sólo escucho para enojos
vuestros nombres resonar.
Ni de Dios ni de los hombres
las magníficas hechuras
son para el ciego que a oscuras
la existencia ha de pasar.

Tal ansiedad me consume,
tal condición me quebranta,
roca inmóvil es mi planta,
águila rauda mi ser…
¡Muere el águila a la roca
por ambas alas sujeta;
mi espíritu de poeta
a mis plantas de mujer!—

Pues tras de nuevos perfumes
no puede volar mi mente
ni respirar otro ambiente
que el de este cielo natal;
no labra ya más panales
la abeja a quien falta prado,
perece el insecto ahogado
sin más aire en su fanal.

Ermita de Bótoa, 1846

Carolina Coronado

La niebla del diciembre quebrantaba
del sol los melancólicos fulgores
cuando en mi corazón de tus amores
el acento primero resonaba.

El segundo diciembre se acercaba
trayendo para mí nieblas mayores
que a merced de los vientos bramadores
tu nave en el Atlántico bogaba.

Y el diciembre tercero aparecía
templado, alegre como el mayo hermoso
y eras tú mi suspiro todavía.

El cuarto arrebatado, tempestuoso,
vino a robarme la ventura mía
¡ay! mas no a dar a mi pasión reposo.

Badajoz, 1846

Carolina Coronado

Tórtola, te vuelvo a hallar;
roncas ambas de cantar
nos encontramos las dos:
¿te ha dado ventura Dios?
¿Cómo te fue en el amar?

Cual yo enamorada y niña
te abandoné en la campiña
cantando en son placentero
¿dónde está tu compañero?
¿Hizo el sacre en él rapiña?

¡También desventura aquí!
Yo pensé que sólo a mí
lastimaba la fortuna;
¿dónde hallaré sola una
que no se lamente así?

¿Te acuerdas de aquellos días
cuando a mi lado solías
decir amantes congojas
columpiándote en las hojas
del fresno donde vivías?

Este mismo es el collado,
nuestro querer no ha mudado,
nuestras canciones tampoco,
pero andando el tiempo loco
la ventura se ha llevado.

Y al pie de estos manantiales,
entre los mismos juncales,
bajo el propio fresno umbrío,
a cantar tu amor, yo el mío
vengo al campo, al nido sales.

¡Pero qué tristes las dos!
yo pienso que viene en pos
de la pasión la tristeza,
porque cuanto más terneza,
más gemidos nos da Dios.

Mira si no el arbolado
bajo ese manso nublado
que circunde el horizonte,
y el arroyuelo del monte
por su velo sombreado;

Melancólicos están
aunque su hechizo te dan
las bellas luces de mayo,
que en dulcísimo desmayo
por Occidente se van.

De entre las algas del río
ese balbuciente pío
de una escondida garganta,
también es dolor que canta
como tu dolor y el mío.

Pero si tú un compañero,
si tú el amante primero
tuvieras como otro día,
¡cuán hermoso te sería
este mayo placentero!

En ese fresno escondidos,
en un mismo ramo unidos,
arrullándoos con amor,
de las aguas al rumor,
sobre las aguas mecidos…

¡Fuera tanta tu ventura
en esta atmósfera pura
vivir así con tu amado
lejos del mundo que ha dado
honda pena a la criatura!

¡Ay! Tú volverás a hallar
otro amante a quien amar,
porque las tórtolas son
todas en el corazón
iguales, y en arrullar.

Mas el alma que ha perdido
su compañero querido,
que le llore noche y día
porque aquel sólo sería
para su amor el nacido.

Y ese Dios que tanto sabe,
en un arrullo suave
te dará un nuevo querer;
pero tú has nacido ave
y yo he nacido mujer.

Ermita de Bótoa, 1846

Carolina Coronado

          I

¿Cómo te llamaré para que entiendas
que me dirijo a ti ¡dulce amor mío!
cuando lleguen al mundo las ofrendas
que desde oculta soledad te envío?…

A ti, sin nombre para mí en la tierra
¿cómo te llamaré con aquel nombre,
tan claro, que no pueda ningún hombre
confundirlo, al cruzar por esta sierra?

¿Cómo sabrás que enamorada vivo
siempre de ti, que me lamento sola
del Gévora que pasa fugitivo
mirando relucir ola tras ola?

Aquí estoy aguardando en una peña
a que venga el que adora el alma mía;
¿por qué no ha de venir, si es tan risueña
la gruta que formé por si venía?

¿Qué tristeza ha de haber donde hay zarzales
todos en flor, y acacias olorosas,
y cayendo en el agua blancas rosas,
y entre la espuma lirios virginales?

Y ¿por qué de mi vista has de esconderte;
por qué no has de venir si yo te llamo?
¡Porque quiero mirarte, quiero verte
y tengo que decirte que te amo!

¿Quién nos ha de mirar por estas vegas
como vengas al pie de las encinas,
si no hay más que palomas campesinas
que están también con sus amores ciegas?

Pero si quieres esperar la luna,
escondida estaré en la zarza-rosa,
y si vienes con planta cautelosa
no nos podrá sentir paloma alguna.

Y no temas si alguna se despierta,
que si te logro ver, de gozo muero,
y aunque después lo cante al mundo entero,
¿qué han de decir los vivos de una muerta?

          II

Como lirio del sol descolorido
ya de tanto llorar tengo el semblante,
y cuando venga mi gallardo amante,
se pondrá al contemplarlo entristecido.

Siempre en pos de mi amor voy por la tierra
y creyendo encontrarle en las alturas,
con el naciente sol trepo a la sierra;
con la noche desciendo a las llanuras.

Y hallo al hambriento lobo en mi camino
y al toro que me mira y que me espera;
en vano grita el pobre campesino
«No cruces por la noche la ribera».

En la sierra de rocas erizada,
del valle entre los árboles y flores,
en la ribera sola y apartada
he esperado el amor de mis amores.

A cada instante lavo mis mejillas
del claro manantial en la corriente,
y le vuelvo a esperar más impaciente
cruzando con afán las dos orillas.

A la gruta te llaman mis amores;
mira que ya se va la primavera
y se marchitan las lozanas flores
que traje para ti de la ribera.

Si estás entre las zarzas escondido
y por verme llorar no me respondes,
ya sabes que he llorado y he gemido,
y yo no sé, mi amor, por qué te escondes.

Tú pensarás, tal vez, desdeñosa
por no enlazar mi mano con tu mano
huiré, si te me acercas, por el llano
y a los pastores llamaré medrosa.

Pero te engañas, porque yo te quiero
con delirio tan ciego y tan ardiente,
que un beso te iba a dar sobre la frente
cuando me dieras el adiós postrero.

          III

Dejaba apenas la inocente cuna
cuando una hermosa noche en la pradera
los juegos suspendí por ver la luna
y en sus rayos te vi, la vez primera.

Otra tarde después, cruzando el monte,
vi venir la tormenta de repente,
y por segunda vez, más vivamente
alumbró tu mirada el horizonte.

Quise luego embarcarme por el río,
y hallé que el son del agua que gemía
como la luz, mi corazón hería
y dejaba temblando el pecho mío.

Me acordé de la luna y la centella
y entonces conocí que eran iguales
lo que sentí escuchando a los raudales,
lo que sentí mirando a la luz bella.

Vago, sin forma, sin color, sin nombre,
espíritu de luz y agua formado,
tú de mi corazón eras amado
sin recordar en tu figura al hombre.

Ángel eres, tal vez, a quien no veo
ni lograré, jamás, ver en la tierra,
pero sin verte en tu existencia creo,
y en adorarte mi placer se encierra.

Por eso entre los vientos bramadores
salgo a cantar por el desierto valle,
pues aunque en el desierto no te halle,
ya sé que escuchas mi canción de amores.

Y ¿quién sabe si al fin tu luz errante
desciende con el rayo de la luna,
y tan sola otra vez, tan sola una,
volveré a contemplar tu faz amante?

Mas, si no te he de ver, la selva dejo,
abandono por siempre estos lugares,
y peregrina voy hasta los mares.
A ver si te retratas en su espejo.

          IV

He venido a escuchar los amadores
por ver si entre sus ecos logro oírte,
porque te quiero hablar para decirte
que eres siempre el amor de mis amores.

Tú ya sabes, mi bien, que yo te adoro
desde que tienen vida mis entrañas,
y vertiendo por ti mares de lloro
me cansé de esperarte en las montañas.

La gruta que formé para el estío
la arrebató la ráfaga de octubre…
¿qué he hacer allí sola al pie del río
que todo el valle con sus aguas cubre?

Y ¡oh Dios! quién sabe si de ti me alejo
conforme el valle solitario huyo,
si no suena jamás un eco tuyo
ni brilla de tus ojos un reflejo.

Por la tierra ¡ay de mí! desconocida,
como el Gévora, acaso, arrebatada
dejo mi bosque y a la mar airada
a impulso de este amor corro atrevida.

Mas si te encuentro a orilla de los mares
cesaron para siempre mis temores,
porque puedo decirte en mis cantares
que tú eres el amor de mis amores.

          V

Aquí tu barca está sobre la arena:
desierta miro la extensión marina:
te llamo sin cesar con tu bocina
y no pareces a calmar mi pena.

Aquí estoy en la barca triste y sola
aguardando a mi amado noche y día;
llega a mis pies la espuma de la ola,
y huye otra vez, cual la esperanza mía.

¡Blanca y ligera espuma trasparente,
ilusión, esperanza, desvarío,
como hielas mis pies con tu rocío
el desencanto hiela nuestra mente!

Tampoco es el mar a donde él mora,
ni en la tierra ni el mar mi amor existe:
¡Ay! dime si en la tierra te escondiste
o si dentro del mar estás ahora.

Porque es mucho dolor que siempre ignores
que yo te quiero ver, que yo te llamo
sólo para decirte que te amo,
¡que eres siempre el amor de mis amores!

          VI

Pero te llamo yo, ¡dulce amor mío!
como si fueras tu mortal viviente,
cuando sólo eres luz, eres ambiente,
eres aroma, eres vapor del río.

Eres la sombra de la nube errante,
eres el son del árbol que se mueve,
y aunque a adorarte el corazón se atreve,
tú solo en la ilusión eres mi amante.

Hoy me engañas también como otras veces;
tú eres la imagen que el delirio crea,
fantasma del vapor que me rodea
que con el fuego de mi aliento creces.

Mi amor, el tierno amor por el que lloro
eres tan solo tú ¡señor Dios mío!
Si te busco y te llamo, es desvarío
de lo mucho que sufro y que te adoro.

Yo nunca te veré, porque no tienes
ser humano, ni forma, ni presencia:
yo siempre te amaré, porque en esencia
a el alma mía como amante vienes.

Nunca en tu frente sellará mi boca
el beso que al ambiente le regalo;
siempre el suspiro que a tu amor exhalo
vendrá a quebrarse en la insensible roca.

Pero cansada de penar la vida,
cuando se apague el fuego del sentido,
por el amor tan puro que he tenido
tú me darás la gloria prometida.

Y entonces al ceñir la eterna palma,
que ciñen tus esposas en el cielo,
el beso celestial, que darte anhelo,
llena de gloria te dará mi alma.

Sierra de Jarilla, 1849

Carolina Coronado

Cuando los recios vientos se embravecen,
cuando mugen los mares irritados,
cuando estallan con furia los nublados,
cuando las olas borrascosas crecen,
cuando los buques míseros perecen
por las revueltas ondas anegados,
cuando la Europa envuelta en la tormenta
traba en la oscuridad lucha sangrienta;

Barca dichosa en medio del Océano,
tú sola vas del huracán segura:
Francia se anega, y en la noche oscura
el rayo incendia el pabellón romano;
y oyes los gritos del naufragio humano,
y te duele tal vez su desventura,
¡ay! cuando ves de las antiguas zonas
por la espuma del mar flotar coronas.

Y ves como cadáveres perdidos
al agua nuestros pueblos arrojados,
y ves como timones destrozados
los cetros a las playas sacudidos;
y a los que, aún viven, en el mar hundidos,
por los marinos monstruos devorados,
y como barco que encalló en la arena
a España inmóvil junto al mar que truena.

Y te contemplas tú, y en el espejo
de tus serenos mares retratada,
de la luz juvenil por el reflejo
ves tu belleza pura, inmaculada:
y de la Europa con el rostro viejo
a la fealdad rugosa comparada,
entre perlas tu hermoso cuello engríes,
y de lástima acaso te sonríes.

¡Oh ¡cuánta es tu beldad, cuál tu riqueza!
¡oh! ¡cuánto es tu esplendor, hija de España!
por eso están los buzos de Bretaña
asomando a tus golfos la cabeza…
Mas no serán ¡oh perla! tu belleza
y tu valor de su codicia extraña;
pues antes que cedérsela al britano
nos tragará contigo el Océano.

Dicen que tienen sobre tres castillos,
de los mares enmedio levantados,
a los reinos del mundo aprisionados
del oro del Perú con los anillos;
y que van a engarzar nuevos zarcillos
a la reina feliz de sus estados,
si la prenda mejor que la engalana
hurtan a la corona castellana.

¡Ah! bien los oigo por la noche oscura
cuando te entregas a tu sueño blando,
en la vecina costa murmurando
cantos de seducción a tu hermosura
«Despierta, dicen, reina sin ventura,
esclava del poder de San Fernando,
que ya de libertad llegó la hora
y ya puedes reinar, ya eres señora.

»Si hubieron cetro tus antiguos reyes,
¿por qué el yugo sufrir de la extranjera?
Si tú le puedes dar al mundo leyes,
¿por qué no alzar tu nacional bandera?
¿Serán tus hijos como pobres bueyes,
cuyo trabajo a la comarca ibera
dará las mieses de tu campo ameno,
mientras ellos no más pacen el heno?»…

Pero adormida tú, nunca a su canto,
inocente beldad, prestes oído;
¡ay de tu corazón si seducido
pierde la dicha de candor tan santo!
¡ay si de España el amoroso manto
donde por tantos años has dormido,
loca rasgando tras la voz que miente
te, osaras aclamar independiente!

Pobre beldad, despojo del pirata,
ese mismo cantor que te enamora
te forjará en su harem, altiva mora,
recias cadenas con tu misma plata;
y ese brillante espejo que retrata
tus fiestas y tus náyades ahora,
por sus navales guerras empeñado
reflejará tu rostro ensangrentado.

¿No eres libre y feliz? ¿No estás contenta
mientras nosotros sin cesar lloramos?
Mientras nosotros viejos peleamos
¿no estás joven, tranquila y opulenta?
¿No nos ves en la noche turbulenta
que en las rocas del mar nos estrellamos,
que vamos a morir ya sin consuelo
mientras serena tú cruzas el cielo?

¿No ves nuestros monarcas fugitivos?
¿No ves nuestros pontífices huyendo?
¿No ves a Europa, cuya hoguera ardiendo,
se sustenta con carne de los vivos?
¿Serán nuestros dolores incentivos
que te harán suspirar por el estruendo
y del infierno con que Europa lidia
América, gran Dios, tendrás envidia?

Cuentan los sabios que en la noche vienen
espíritus lanzados del profundo,
que la ruina del antiguo mundo
con acentos fatídicos previenen…
y que, será verdad… y que, ellos tienen
miedo del pueblo loco y moribundo,
que entre las ansias ya de la agonía
llama a la libertad con voz tardía…

Y que a su triste voz vendrán las fieras
de esas comarcas tras la muerta gente
a hundir en sus cadáveres el diente
hozando entre su sangre sus banderas;
y que allá en las edades venideras
irán los peregrinos de Occidente
enseñando al francés en su ignorancia
a qué desierto se llamaba Francia.

Y a contar al inglés, que oyendo atento
de su patria estará las aventuras,
en qué vasto erial, en qué llanuras
la populosa Londres tuvo asiento:
cómo en chozas buscaron aposento
los hombres que habitaban las alturas,
y cómo sus magníficos vapores
se tornaron en barcos pescadores.

Y que, así como queda por los huertos
si la sacude lluvia anticipada,
no madura la fruta abandonada,
España quedará por los desiertos…
¡España con la sangre de sus muertos
hijos queridos, sin sazón regada,
que sacudida al golpe de la guerra
sin madurar se pudrirá en la tierra!…

Mas, que primero aquellos que con vida
queden en los desiertos europeos
recogiendo sus libros y trofeos
irán a tu ciudad esclarecida;
y que en vez de la historia entretenida
que nos enseñan hoy de los hebreos
la nuestra en este libro han de enseñarte
«Vida de Hernán Cortés y Bonaparte».

Por eso aguardas tú como heredera
a que exhalemos el postrer aliento,
y ves rodar al pie de tu palmera
nuestras hojas de acacia por el viento:
porque has de trasplantar en tu pradera
a este mundo arrancado de cimiento,
para que en ese suelo más fecundo
broten las flores del antiguo mundo.

Por eso alhajas tu preciosa villa
para hospedar a nuestras pobres gentes,
por eso a tus hermanos de Castilla
les preparas caminos relucientes;
por eso a tus mares a la orilla
guardas entre tus palmas reverentes
¡isla de salvación del pueblo ibero!
las reliquias del náufrago primero.

¡Cortés, Cortés! que le legó su gloria,
Cortés que prefirió tu cementerio,
la existencia en el mundo transitoria
temiendo sabio del anciano imperio,
la tumba de Cortés en tu hemisferio
de nuestra santa unión es la memoria;
¡sus huesos son de nuestra fe la prenda!
¡maldito el indio que sus huesos venda!

Sierra de la Jarilla, 1848

Carolina Coronado

Buen sabio, ¿de tu tierra y de la mía
tu corazón no ansía
el nombre oír que la memoria encierra
de los pasados años?
¿O a tu memoria extraños
serán ya los recuerdos de tu tierra?

Yo, Señor, que heredé de mis abuelos
un libro de consuelos
obra de tu lozana fantasía,
cuando eras mozo o niño,
tengo mucho cariño
al buen cantor de la comarca mía.

Siempre al pasar cercana de tus lares
recordé tus cantares,
y otras veces al margen del Guadiana
medité dulcemente
en la gloria eminente
que a nuestro pueblo consagró Quintana.

¿Por qué en el aprender ¡ay! soy tan ruda
que, aun cuando ansiosa acuda,
en la ciencia a estudiar de tus escritos
las brillantes lecciones,
no logro en mis canciones
remedar tus acentos infinitos?

Mas ¡qué mucho! las artes lentamente
vienen, cual la corriente,
del manantial sereno del Ruidera
a visitar los muros
solitarios y oscuros
de esta ciudad de España la postrera.

No se pule el salvaje entendimiento
del campesino acento
entre el tosco rumor; y la poesía
levanta su cabeza,
entre tanta aspereza,
como una planta estéril y bravía…

¿Qué nuevas te daré que a tu celoso
patrio entusiasmo hermoso
por la fama y el bien de nuestro suelo
alegren placenteras,
si antes que estas riberas
pienso, Quintana, que se mude el cielo?

Si las vastas encinas del contorno,
solo y agreste adorno
de estos valles, tal vez, contado hubieras,
al despedirte de ellos
en tus abriles bellos,
esas propias hallaras, si hoy volvieras.

Los arraigados juncos de este río
bajo el mismo rocío
con que la espuma, al salpicar, los baña,
medran tranquilamente
sin que del hombre intente
otros sauces plantar la mano extraña.

Y aun hay de tierra vírgenes pedazos
donde jamás los brazos
del colono feliz su fuerza emplean,
y hay fuentes, manantiales
sin guía y sin brocales
cuyos hilos se pierden y se orean…

Más aprisa se mueve la tortuga;
menos tarda la oruga
su bella metamorfosis presenta
en esta tierra, Quintana,
un solo paso gana
de su cultura en la carrera lenta.

Empero un solo nombre hay en el mundo
que del sueño profundo
a este pueblo pacífico levanta
y lo agita, lo enciende,
cuando extático entiende
la nota fiel de esta palabra santa.

Grítale «Libertad» verás leones:
que vengan las naciones
a esclavizar a la soberbia España,
y será de este otero
cada azadón grosero
hacha incansable en la mortal campaña.

¡Por Dios! este rincón, hoy tan tranquilo,
fuera el último asilo
de aquella libertad apetecida
que, aunque no entiendo de ella,
debe de ser muy bella
cuando es tan ponderada y tan querida.

Tú la llamaste flor en tus cantares;
¡en la tierra y los mares
cuánta sangre costó! ¿Y eso son flores?
¡Hoy por lo solitaria
Será la pasionaria
o la viuda negra y sin olores!

Negra e inodora fue para los míos
cuyos años sombríos
vagando tras sus pétalos tronchados,
con pertinaz constancia,
las horas de mi infancia
y triste juventud han amargado…

No la aborrezco, no, me espanta
esa costosa planta
que nuestro llanto bebe por rocío:
más fruto y menos penas
me dan las azucenas
que en mi puerto florecen en estío.

¡Quiera Dios que no tronche en nuestra tierra
nuevo huracán de guerra
esa flor que inspiró tus armonías:
siquiera porque ha sido
la que más ha lucido
en tu guirnalda eterna de poesías!

Almendralejo, 1845

Carolina Coronado

            I

Bella soy, bella soy; mi rostro encanta;
mejor que en el cristal en los semblantes
la copia miró de belleza tanta
reflejada en los ojos anhelantes:
paloma, flor, estrella, ángel y santa
me apellidan los hombres delirantes,
y de santa en el título obstinados
quisieron adorarme arrodillados.

En blondos rizos la melena mía,
en frescas rosas mi redonda cara,
en luz brillante, cual la luz del día,
de mis pupilas la negrura clara,
al contemplarme el bardo se extasía,
y si en mi boca por azar repara
perlas, corales, ambrosía, flores,
agota al ponderarme sus amores.

Yo me sonrío y me enamoran ellos:
ceñuda miro y con respeto callan,
ni el extremo a tocar de mis cabellos
osan los que a las fieras avasallan:
los cine de gran valor raros destellos
a la frente de ejércitos batallan,
a mi indignado gesto sometidos
bajan sus locos ojos confundidos.

Gran majestad, yo levanté mi trono
y de vasallos ciento al pueblo mío
con regia faz, con soberano tono
le señalé por leyes mi albedrío;
yo ya sé pronunciar un «os perdono»,
yo ya sé castigar con mi desvío,
porque es mi dignidad un Dios que ciega
al que a mirarle irreverente llega.

Risueña visto primorosa gala,
de flores ciño juvenil corona,
la suave esencia que mi cuerpo exhala
anuncia por los aires mi persona,
¿quién de mis triunfos el poder iguala?
Amor los corazones eslabona
que han de sufrir de mi rigor la pena
y se extiende a lo lejos su cadena.

Vienen al tribunal los tristes reos
y al revolver de mis severos ojos
yo les hago abjurar sus devaneos
cuando aplacar intentan mis enojos;
«callen —les digo— penas y deseos
y a ése que canta que a mis labios rojos
no les llame coral, porque es mentira,
pues al juzgarle ve que tiemblan de ira.

»Que mis dientes jamás en perlas funda
ni por espigas tome mi cabello
ni, por hacerme garza, moribunda
me deje al retorcer mi recto cuello;
que mi sencillo nombre no confunda
con el de maga, porque no es más bello,
y porque, al fin, si nombre no es judío
no es nombre tan cristiano como el mío».
 
Callo, y se aleja la ofendida gente
lanzando rencorosa una mirada
al tiempo que en saludo reverente
inclina la cabeza sofocada;
tal hace al sacudirse la serpiente
si la cabeza se sintió pisada…
La vil serpiente hace morir al hombre,
él hace más ¡infama nuestro nombre!

            II

Mas uno vi que fijo y silencioso
mis pasos melancólico seguía
y que otras veces repentino huía
velándose en retiro silencioso;
era su hablar sumiso y tembloroso,
su mirada dulcísima y sombría
y de su canto en la alabanza breve
ni él se llamó volcán ni me hizo nieve.

Nunca su lloro salta a su mejilla,
pero en sus ojos siempre derramado
en ardientes vapores exhalado
mi cabeza trastorna cuando brilla;
al eco solo de mi voz sencilla
tiñe su rostro vivo sonrosado,
a la sombra no más de un hombre amante
de palidez se cubre su semblante.

Y no se duele nunca, no se queja;
de amor y celos entre sí batalla,
pero su lucha, su dolor me calla
y enternecido el corazón me deja.
¿Por qué entonces de mí triste se aleja?
¿Por qué entonces mi vista no le halla?
¡No sabe que yo entonces afligida
diera por consolarme hasta la vida!

Yo que nunca lloré por una ausencia
si se tarda en volver prorrumpo en llanto.
¿Por qué yo he de sufrir sus celos tanto
que me oculte sin culpa su presencia?
¿Por qué luego si finge indiferencia
he de sentir enojo ni quebranto?…
¡Tiempo de libertad y de alegría
despareciste para el alma mía!

            III

Nunca mostró más luz el sol de mayo
ni más azul apareció la esfera
que la mañana en que por vez primera
la faz de mi rival miré al soslayo;
parece que del sol el vivo rayo
trajo más luz que porque su hechizo viera,
parece que el azul de aquellos cielos
anuncio fue de mis ardientes celos.

Yo me miré al cristal y me hallé fea;
mi pálida color tristeza daba,
mi barba, cual de anciana, retemblaba
y dije para mí «que él no me vea».
Pero añadí después —«¡que ella me crea
muy feliz lejos dél, del que me amaba!…»—
Y prendiendo en mi sien una flor bella
me puse a sonreír delante de ella.

¡Ay sonrisa más triste que es el llanto,
sonrisa más amarga que una queja;
sonrisa que cefrada el alma deja,
porque nunca el que llora sufre tanto;
pues hay quien en tal risa halla un encanto,
pues hay quien sonreír nos aconseja…
¡Oh cuán galantes que se muestran ellos!
¡Por que se luzcan nuestros dientes bellos!

Eso vio mi rival, mis bellos dientes;
al corazón sus ojos no llegaron,
por más que sus miradas consultaron
mis ojos a su afán indiferente:
tampoco vio las lágrimas ardientes
que no rompieron, mas mi rostro hincharon:
Mi sonrisa, mis flores, mi alegría,
eso vio mi rival, no el alma mía.

Pero la suya vi; yo vi su orgullo,
yo vi su vanidad, yo su contento;
claro entendí su lisonjero acento,
claro del tierno amante el dulce arrullo;
claro de entrambos el feliz murmullo
que a mis oídos trasportaba el viento,
como de fuego manga abrasadora
que la tierra al pasar tala y devora.

¡Lejos de mí placeres de la vida,
galas, lisonjas, vanos amadores,
yo aborrezco las músicas, las flores,
yo quiero llorar sola, oscurecida;
quiero esconder mi frente dolorida,
cantar en el silencio mis amores,
donde ni alumbre el sol ni haya viviente;
¿de qué me sirve el sol, de qué la gente?

Con esa misma luz que el sol derrama
mira el garzón amante con ternura
el rostro de la célica hermosura,
del raro serafín que tanto ama:
con esa misma luz arde y se inflama
viendo entre tanta flor y galanura
sus ojos dulces, su redondo cuello,
su airoso talle, su contorno bello…

¿Sol? que no tornen a lucir sus rayos
jamás, jamás en nuestras horas diurnas.
¿Flores? que arrastren las revueltas urnas
del vecino riachuelo hojas y tallos;
negros se tornen los colores gayos,
cubran la inmensidad sombras nocturnas
¡y llore mi rival mientras yo ría
de ver que su beldad no tenga día!

            IV

¡Mas, ten de mí piedad!… hazme dichosa,
dame la calma o quítame la vida,
mira que de batalla tan furiosa
estoy ya muy cansada, muy rendida;
¡ay, hasta el criminal duerme y reposa,
yo sola con el sueño estoy reñida
y he menester la paz, descanso, calma,
si he de salvar la combatida alma!

¿Qué quieres, ¡ay! de mí?, suene tu acento,
y atenta siempre a tu precepto santo
suspenderé las notas de mi canto,
respiraré en el aura de tu aliento:
canta y me alegraré con tu contento,
llora, y ansiosa absorberé tu llanto…
que yo te seguiré con mis amores
cuando cantes, mi bien, y cuando llores.

¿Mi pueril vanidad celos te inspira?
Lanza al fuego mis flores y mis lazos;
¿no te placen los cantos de mi tira?
Pon en ella los pies y hazla pedazos;
¿a otra más bella tu ambición aspira?
Dame la muerte con tus propios brazos:
¡habla, ordena, suspensa, embelesada
obedezco a una voz, a una mirada!

Badajoz, 1845

Carolina Coronado

¡Una corona y de laurel, Señora!
No fue contigo la fortuna avara
cuando te adorna la preciosa cara
con diadema tan rica y seductora.

¡Por Dios que risa te darán ahora
la pluma y cinta y flor y piedra rara!
¿Mas quién ha de ostentar igual prendido
si no hay más que un Bretón y es tu marido?

Carolina Coronado